En tiempos de emergencia sanitaria, en medio de una dura crisis que está castigando gravemente a la economía y en la que se calcula que habrá varios millones de personas desempleadas en poco tiempo, el derecho al mínimo vital digno está de actualidad. Se trata de un medio, no de un fin, de obligado cumplimiento por el que las Administraciones dotan a las personas vulnerables, en estado de necesidad, de una cobertura económica que les permita salir adelante y encontrar un espacio de dignidad. Es, por su propia definición, temporal pues no queremos, de ninguna manera, personas en estado de necesidad permanente para que algunos permanentemente se encaramen al poder.
En efecto, el derecho al mínimo vital digno es un derecho fundamental de mínimos que permite que no se quiebre la condición humana. Existen, es lógico, en un Estado social y democrático de Derecho que se precie de tal nombre, unos derechos sociales fundamentales mínimos que el Estado o la Sociedad, según los casos y las posibilidades, deben asegurar y garantizar para evitar la deshumanización de la persona.
Si entendemos el mínimo existencial como el techo mínimo, el suelo mínimo de los derechos sociales fundamentales, comprenderemos que a partir de este solar se pueden levantar o edificar derechos sociales fundamentales. A partir de esa esfera de una existencia mínimamente digna, aplicando el principio de progresividad podemos llegar a afirmar la existencia de derechos sociales fundamentales que consisten en garantías y prestaciones, junto a protecciones y defensas, de posiciones jurídicas dignas, de una dignidad superior a la mínima. No de otra manera debe interpretarse las apelaciones que las Constituciones de nuestra cultura jurídica realizan a una mejor calidad de vida para las personas o una existencia o vida digna. Si tal dignidad se refiriera únicamente a la mínima dignidad, el Estado social y democrático de Derecho carecería de virtualidad jurídica, algo que debe descartarse por absurdo.
El contenido de prestaciones que integran el mínimo existencial son siempre y en todo caso exigibles ante cualquier juez o tribunal a través de cualquier instrumento procesal con independencia de la existencia de disponibilidades presupuestarias o de estructura organizativa pública, pues afectan al contenido de la mínima dignidad posible, aquella que diferencia al ser humano de los animales irracionales o de los simples objetos o cosas. Tal pretensión, como ha puesto de relieve, por ejemplo, el Tribunal Constitucional alemán, se deriva de la cláusula constitucional del Estado social y, sobre todo, de la centralidad de la dignidad humana como canon supremo de la interpretación constitucional.
Si la dignidad del ser humano y el libre desarrollo de su personalidad son el criterio para medir la intensidad del Estado de Derecho, entonces es llegado el tiempo en el que las técnicas del Derecho Administrativo se diseñen de otra forma.
De una forma que permita que los valores y parámetros constitucionales sean una realidad en la cotidianeidad. El Derecho Público está en una encrucijada: continuar atrincherado en el privilegio y en la prerrogativa, o en convertirse realmente en instrumento real al servicio de la excelsa dignidad humana. He ahí el dilema.