Pasan días, semanas, meses... A veces, como ocurrió hace dos años en La Coruña, tardaron siete años en darse cuenta de que una vecina había desaparecido y, cuando entraron en su domicilio, encontraron el cadáver momificado. Se dan casos en que el cadáver puede llevar una semana tendido delante de un televisor que, durante esos siete días, no ha dejado de funcionar, mostrenca metáfora de esta nueva era en que nos parece que estamos muy comunicados, los medios de comunicación nos circundan, sabemos los detalles del huracán que ha azotado poblaciones al otro lado de la Tierra, pero ignoramos que la vecina de la escalera, con la que alguna vez nos encontramos, lleva un mes muerta en su casa.
Creo que, de no ser por el hedor que emana el cuerpo debido a la putrefacción, tardaríamos muchos meses en darnos por enterados del fallecimiento de un vecino. En realidad, la muerte no nos molesta, quiero decir la muerte de los demás, pero lo que no soportamos es el olor. Hasta ahí podíamos llegar. Que se muera, bien, pero ese aroma a col podrida que comienza a salir por los resquicios de la puerta, como si los desagües del edificio tuvieran un fallo, es lo que no podemos soportar.
Antes, estos casos se producían en las megápolis y ciudades grandes, pero ya comienzan a ser frecuentes en los pueblos, y me refiero a pueblos pequeños. En los pueblos la gente recibe mucho entretenimiento a través del móvil y de la televisión, y no se echa en falta al vecino que puede llevar varios días muerto y comenzando a descomponerse la carne mortal de la que estamos hechos.
Dice Cioran que “cuando te mueres, te mueres tú solo”. Aquella salvaje costumbre hindú de que la esposa, por muy viva que estuviera, debía acompañar al marido en la pira, ha expirado. Ahora, lo moderno es esta monstruosa y cruel soledad, esta brutal indiferencia, tan espantosa, que creo que la muerte puede que sea un alivio.