uando se anunció que los estancos permanecerían abiertos, aunque hace ya un cuarto de siglo que no fumo, entendí que era porque en los estancos, además de tabaco, se expenden sellos, pólizas, papeles de pagos al Estado, y un largo etcétera. Sin embargo, me dejo perplejo que, de la excepcionalidad del cierre del comercio, se libraran las peluquerías. Es muy probable que no sea el más indicado para llevar a cabo un análisis objetivo, porque desde la etapa infantil acudir a la peluquería siempre ha sido una propuesta que he cumplido con escaso entusiasmo y sin ningún placer.
Aquello que decía Cela de que las tres cosas más frías del mundo son “mano de barbero, hocico de perro y culo de mujer” (espero que el feminismo de guardia no decrete mi encarcelamiento por la cita) justificó mis malsanos recuerdos de aquella España sin calefacción, donde los dedos del peluquero, ahuecando el cuello de la camisa, eran chupones de hielo que te producían un escalofrío, y no de placer.
Por otro lado, intentaba imaginar cómo se las podría arreglar el gremio profesional para cortar, teñir y lavar el pelo, manteniendo el metro y medio de distancia dictaminado por la autoridad, más o menos competente, y no acertaba a imaginarme el resultado, a no ser que peluqueras y peluqueros dispusieran de uniformes galácticos semejantes a los de los profesionales sanitarios.
Cuando la presidenta de la Comunidad de Madrid, decretó que las peluquerías no iban a ser una excepción me tranquilizó constatar que no era el único que lo había pensado, y que, posiblemente, una partida de trajes antivirus con destino a las peluquerías iban a poner una permanente o un teñido a precios estadounidenses. Y, al final, al extenderse a todo el territorio, me reconfortó saber que la amenaza de estar en contacto con posibles contagiados se había neutralizado para miles de peluqueras y peluqueros. No hay bodas, ni comuniones, ni cenas, ni fiestas. Eso sí, cuando las haya, me temo que acudiremos sin poder lucir unas mechas renovadas.