España recibió el pasado año más de 75 millones de turistas, y en el actual ejercicio, de mantenerse la tendencia, recibirá aún más. Lamentablemente, esa “tendencia” que nos beneficia es la misma que perjudica a aquellos destinos turísticos que nos hacían alguna competencia y que hoy, empantanados en guerras, genocidios, revueltas y acciones terroristas, se han caído del mapa que consultan las masas de viajeros vacacionales, esa suerte de refugiados de lujo para quienes el Mediterráneo es divertido y bello, y no el siniestro mar donde tantos fugitivos del hambre y de los escombros se dejan la esperanza y en tantos casos la vida.
Británicos, franceses y alemanes componen la mayoría de esa legión que nos visita y que hace unos años se desparramaba por Egipto o Turquía, pero también por Europa, donde no hay guerra, pero sí miedo. Vienen a España, pues, a refugiarse momentáneamente, huyendo o en busca de sí mismos cual hacen todos los viajeros, incluso la modalidad degradada del turista, pero también huyendo de ese miedo. Semejante marabunta, pues 75 u 80 millones de visitantes son muchos en un país de poco más de 40 millones de habitantes, genera un impacto brutal en todos los ámbitos, en la economía, en el empleo, en el medio ambiente, en la construcción, en los precios, en los servicios, en la calidad real de las cosas, pero el impacto mayor, para quien se detenga a sentirlo y a pensarlo, es el que percute en nuestra psicología colectiva, que se instala en una suerte de eufórica inconsciencia.
Teníamos, como fundamento de la riqueza nacional, ladrillo y turismo. Se rompió el ladrillo de tanto usarlo, pero como Dios aprieta pero no ahoga, o cuando menos a nosotros no nos ha querido ahogar, vienen los turistas en oleadas. Es cierto que los camareros no ganan más, que el alcantarillado revienta a la mínima, que para el turista nacional los precios empiezan a ser prohibitivos y que ya no cabe un alma ni en el más infecto chiringuito, pero también lo es el loco sentimiento general de que lo estamos petando, de que somos los mejores, de que nuestro sol fulge y calienta como en ningún sitio y de que ésto, porque sí, habrá de durar siempre.
Con tanto refugiado de lujo dejándose las perras, corremos el riesgo de olvidar el por qué de su tumultuaria visita. La respuesta está en los rostros estragados de los otros fugitivos.