La lengua no es sólo el bien más preciado de la humanidad, sino que es, además, atributo esencial y privativo del ser humano al que le confiere, por el uso de esa facultad, su naturaleza de ser racional. Tan es así, que si los humanos no estuvieran dotados de la facultad de expresarse, entenderse, comunicarse o, mejor, intercomunicarse, difícilmente podrían ser considerados como seres racionales. Sin la facultad de hablar, la humanidad no pasaría de la “infancia”, palabra del latín “infans” que significa el que no habla.
Como dice el filósofo e intelectual búlgaro, recientemente fallecido, Tzvetan Todorov, el hombre no es producto de su voluntad, sino que se constituye siempre y exclusivamente a partir del medio familiar y social en el que nace. Y considera que el ejemplo más claro de dicha realidad es el de la lengua que es previa a todo individuo, cuyo desarrollo se produce en el ambiente “pre-racional” en el que nace. El citado autor concluye, afirmando, que si el hombre “no estuviera inmerso desde sus primeros balbuceos en un entorno de palabras, estaría condenado a una condición casi animal”.
Si conjugamos la concepción aristotélica del hombre como animal social con la de Ortega y Gasset del hombre como el producto del yo y sus circunstancias, con el don de la palabra y la utilización del lenguaje articulado, tendremos, como resultado, la existencia de la persona.
Precisamente, a la leyenda, el mito y la tradición les sustituyó el “logos” o la reflexión intelectual como la esencia y materia prima del conocimiento. Merced al razonamiento, el pensamiento oriental mítico y teológico se hizo claro, se hizo conocimiento, precisamente, cuando en la Antigua Grecia se descubrió la fuerza de la razón. El propio D’Ors llegó a afirmar que el secreto de la filosofía estaba en la palabra. En la historia, las lenguas sobrevivieron a la caída de los imperios, como ocurrió con el latín que fue, durante varios siglos y después de la caída el Imperio Romano de Occidente y de Oriente, la única lengua escrita en el mundo, usada por la Iglesia Católica como lengua litúrgica, aunque desde el Concilio Vaticano II se admiten las lenguas vernáculas.
El español, como “el segundo idioma del mundo”, según un informe del Instituto Cervantes, con más de 500 millones de hispanoparlantes, sobrevivió y sobrevive a la caída del Imperio, lo que, en cierta manera, rectifica la idea y el pensamiento de Nebrija que le recordaba a la reina Isabel que “siempre la lengua fue compañera del Imperio” y que de tal manera lo siguió que, juntamente comenzaron, crecieron y florecieron”; pero lo que no es cierto es lo que dice a continuación de que también “junta fue la caída de entrambos”, pues el español sobrevivió y sobrevive, con gran pujanza, a la pérdida de nuestro Imperio.