Pensar que el sistema democrático es perfecto y que funciona sólo es un gran error. Es lo que Benjamín Constant describió lúcidamente en el caso del gobierno jacobino en Francia. Y es lo que sabiamente advirtió nada menos que Isaiah Berlín. En efecto, en el libro “Isaiah Berlín en diálogo con Johanbeglod”, el famoso pensador, ante la pregunta que le hace su relevante contertulio Jo sobre el apoyo que puede dar a la democracia su teoría del pluralismo, Berlin no duda en reconocer que “en ocasiones la democracia puede ser opresiva para las minorías y los individuos, porque la democracia no es necesariamente pluralista; puede ser monista: la mayoría hace lo que quiere, por cruel, injusto o irracional que parezca (...).
Puede haber democracias intolerantes. La democracia no es pluralista “ipso facto”. Para Berlin la democracia dista mucho de lo que se ofrece en nuestro tiempo: “Yo creo en una democracia específicamente pluralista, que exige consulta y compromiso, y que reconoce las reivindicaciones -los derechos- de grupos e individuos a los cuales, excepto en situaciones de crisis extrema, está prohibido excluir de las decisiones democráticas...”
Democracia y relativismo, Democracia y pluralismo son binomios importantes para desentrañar la profunda crisis en que se encuentra, nos guste o no, hoy la idea democrática. Es muy conocida la tesis de que es imposible la verdad absoluta; y de que todo es provisional y temporal, porque afirmar una verdad como algo absoluto es una manifestación de intolerancia cuando no de fanatismo o de fundamentalismo. Es el relativismo, el tan traído y llevado relativismo que tan bien cae en la época presente, que tantos amigos tiene y que, sin embargo, si no me equivoco, está en la misma base de la crisis actual. El relativismo tampoco es, o puede ser, algo absoluto. Es más, como señaló Ortega y Gasset, el relativismo es una teoría suicida porque cuando se aplica a sí misma, se mata. El relativismo se aplica selectivamente. En efecto, pocos tolerarían que el pensamiento relativista se extendiera a la ciencia experimental o a ciertas normas imprescindibles de justicia y civilidad.
Tras el relativismo, el permisivismo: el “todo vale”, “prohibido prohibir”. Pero, ¿todo vale?, ¿no se puede prohibir nada?. ¿Es posible seriamente este planteamiento?. El relativismo tiene evidentes límites como los tiene la tolerancia. En la práctica hay límites, hay prohibiciones: en Alemania se prohíben los actos públicos de grupos neonazis, por ejemplo, y nadie sensato puede pensar que se trata de un acto irresponsable. En fin, el propio Berlin aceptó que el relativismo no puede ser absoluto y que, en virtud del relativismo no se pueden justificar todas las posturas, incluso las que suponen en sí mismas atentados evidentes a los derechos humanos como la actitud de Hitler frente a los judíos. Por eso, no todo es relativo. No lo puede ser, es imposible. De ahí que el propio Berlin llegue a decir que “no conozco ninguna cultura que carezca de las nociones de lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, la valentía ha sido admirada en todas las sociedades. Existen valores universales”. Es decir, existe la verdad objetivamente considerada como existen unos criterios racionales y universales que permiten juzgar los actos humanos. El propio autor de “El nombre de la Rosa” no hace mucho reconocía que “para ser tolerante hay que fijar los límites de lo intolerante”. Si solo vivimos en un mundo de preferencias o buenos sentimientos, y no de verdades, ¿en qué podemos basarnos para afirmar que hay opiniones que todos han de reconocer como intolerables, con independencia de la diversidad de culturas o creencias?. .
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