CARNAVAL

Estos días pienso si el Carnaval –período de tres días que preceden al Miércoles de Ceniza– comporta para muchos fiestas de regocijos desenfrenados, mientras que para otros, los menos, suponen un alto en el camino a fin de reflexionar sobre ayunos y privaciones impuestos por las aciagas circunstancias actuales.

El porvenir plantea enigmas escritos casi siempre con renglones torcidos: sean las saturnales romanas, el culto a la primavera, la naturaleza explosiva que renace o la fatalidad iconoclasta de la ley de Murphy asegurando que todo saldrá mal…

Lo instintivo y visceral camina del brazo de la razón y el espíritu. Ninguna puede explicarse sin la otra

 

Porque lo instintivo y visceral camina del brazo de la razón y el espíritu. Ninguna puede explicarse sin la otra. Bacanales, sarcasmos civiles, políticos, religioso. Aquella invocación de “Rascayú” –canción que hiciera furor en la década de los años cincuenta–, donde muertos vivientes vestían harapos y bailaban sardanas.

Así estas carnestolendas se perpetúan en la historia –Niza, Munich, Colonia, París, Florencia etc.– y prolongan hoy con el Orfeo Negro, ondulante y persuasivo, de Río de Janeiro, el hechizo majestuoso y turístico canario, las chirigotas de Cádiz o las variopintas peluqueiras, choqueiros y comparsas del entroido galego invadiendo el ágora pública.

Indago en la máscara veneciana que alegra el vestíbulo de mi casa. Hechizo misterioso, ojos profundos, cascabeles, boca sensual, pómulos ardientes, mejillas firmes, antifaz palaciego y tricornio de bufón satírico. Pondero, sin embargo, a mi pesar, que el Carnaval bien pudiera ocultar la evasión del individuo, sus anhelos de llegar a ser lo que en manera alguna es. Acaso una crisis de identidad, prejuicios, envidias, hipocresías y humillaciones… Ahí aguarda, no obstante, la posibilidad de definir el carácter. Y los brazos de La Coruña, afectuosos y cordiales, para recibirnos.

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