Que cien años es mucho, mucho tiempo...

Le pido a usted perdón, antes que nada, por escribir sobre lo que voy a escribir. Quizá esperaba usted que hoy tratase sobre el referéndum imposible de Puigdemont, o sobre mi desesperación ciudadana, o sobre la crisis de Podemos, o sobre el ‘Gobierno Soraya’, o sobre el viajero Pedro Sánchez... Y no. Sobre todo eso, seguro que volveré a tener que tratar, como estoy seguro de que el año próximo repetiré mi artículo sobre la reforma de la Constitución, porque a este paso, temo que poco vamos a avanzar. Pero hay solamente un día hábil para glosar que una parte de nuestra Historia con mayúscula, ha cumplido cien años.
Claro, hablo de Kirk Douglas, o como diablos se llame en la vida real (aunque lo realmente real son las cien vidas que ha encarnado Kirk Douglas; la otra, la del tal Danielovitch Demsky, es el pretexto, el maniquí, para encarnarlas). Y no, no hablo solamente de ‘Espartaco’, o del oficial de ‘Senderos de Gloria’, o del ‘Loco del pelo rojo’, del vikingo, del cow boy... Estoy hablando de una época ida, en la que los héroes eran gentes inequívocamente de este lado y no había falsedades de ordenador a lo monstruos de Spielberg. Y hablo de unos Estados Unidos hacia donde los europeos mirábamos como la meta a alcanzar, porque la fabricaba, en decorados muy bien conseguidos, Hollywood.
No quiero presumir de veterano, porque presumir de tal cosa es tontería: si uno tiene suerte, llega a determinada edad, en la que va comprendiendo que la vida es una cosa que, en general y si has tenido un mínimo de suerte, está bastante bien, pero se acaba. Simplemente quiero decir que una de las pocas cosas que he aprendido en el ejercicio de décadas de mi maravillosa profesión es que no sobreviven los más fuertes, porque más fuerte era el negro aquel que no quiso matarle como gladiador, y murió por su acto compasivo, que hoy llamarían impulsivo. No; sobreviven quienes tienen que sobrevivir, y ahora le explico esta aparente perogrullada.
Hice un reportaje sobre centenarios para una televisión y comprobé que los supervivientes no lo eran por haber tenido una vida más regalada, sino porque habían mantenido siempre el sentido del humor, con una deriva hacia lo lúdico, y también porque mantuvieron inalterable su curiosidad intelectual, entendida en un sentido muy amplio; ellos no lo entendían, en general, y atribuían el seguir aquí abajo a no haber fumado mucho, o a haber comido siempre frugalmente, sin percibir que esas no son sino ayudas, muletas para sostener el armazón. Y no quiero que parezca ni pedagógico ni moralizante lo que digo, pero en todos los casos que constaté, hubiesen hecho de su vida lo que hubiesen hecho, los hombres y mujeres que llegaron lúcida y lo más divertidamente posible a centenarios resulta que podían certificar que no habían hecho una faena a nadie, conscientemente, durante todo su pasado. Todos tenían en sus biografías algo que los enaltecía por haber hecho siquiera un gesto para mejorar la vida de quienes los rodeaban, como si las vidas agradecidas de otros les hubieran ayudado a prolongar las suyas.
El enorme actor ha sido cauto, pero algo es obvio: él, con sus cien años, su ya muy escaso pelo blanco y sus eternos ojos alerta, es la encarnación de una etapa que se va, de bonhomías y de tipos de una pieza. El otro, septuagenario al fin, con su magnífico pelo color naranja de bote, encarna una era que llega ya envejecida por el mal uso de riquezas dilapidadas en dorados horteras y que, lejos de reafirmarnos en nuestros principios, está haciendo que todo, empezando por eso que ha dado en llamarse el Sistema, se tambalee. Y lo que es peor, sin que sepamos por qué diablos quieren sustituirlo, más allá de una serie de proclamas que no valen ni el tinte del cabello. Que jamás podría haber encarnado los valores morales de Espartaco.

Que cien años es mucho, mucho tiempo...

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