EL HOMBRE AVIÓN

Tomo el título de la obra del artista Juan Ripollés, autor de la monumentalista escultura cuya referencia es el poderoso Carlos Fabra en forma de epíteto para la posteridad. Al fin y al cabo, un hombre, o una mujer, son cuanto de ellos queda para el futuro, aunque sea a costa de un aeropuerto que, ante la evidencia de que no recibirá aviones, tenga como matriz de ser la de un enorme cabezón, con brazos ridículos y abiertos, coronado en el tupé por un avión irrealizable, incapaz de volar, centelleante como las pistas vacías abrasadas por el sol de Levante.

La cuestión no es tanto el ansia de perpetuarse ante la Historia en un ejemplo más de la vanidad que a tanto político caracteriza en este país, como la necesidad del arte de sobrevivir incluso a costa del ridículo y hacerlo, cómo no, del erario público, que es el que, en este caso, una vez más, paga. En un tiempo en el que las evidencias dejan tieso al más gélido de sus protagonistas, da la impresión de que el avión plateado, y algún otro que reposa sobre esas manos rechonchas, con dedos como salchichas –por lo que el andamiaje, y sobre todo la necesidad de tomar la fotografía de lejos, dado su desorbitado tamaño, obligan– es un burdo intento de desclasificación, de anular en lo posible la identidad del modelo, más que una consecuencia directa del libre intelecto del escultor. Ya no es tanto el deseo de pervivir, incluso a costa de la más elemental norma del absurdo y el ridículo, como la consecuencia que ello implica: aceptar, pese a lo que el común de la intelectualidad de este país aspira a representar, asumir como artístico un reto que representa todo lo contrario. Es decir, el del arte al margen de la inteligencia y, como se le supone a toda expresión plástica, distante del más mínimo sentido del gusto o la estética.

En definitiva, lo que, en todo tiempo y momento, se conoce como el pago de la servidumbre, un estado tanto mental como material que supera cualquier dimensión que se le quiera aplicar y que forma parte, casi desde el mismo momento de su aparición, o de su definición, de un arte supeditado a la supervivencia y más dependiente del amiguismo y la conspiración que del intelecto y de la valía verdaderamente artística. No se trata ya de cuestionar la vanidad de quien encarga semejante esperpento –ya se sabe que el poder no está necesariamente ligado al buen gusto y que lo que prima, lo que claudica ante este, es precisamente todo lo contrario– sino la predisposición a participar de él, incluso hasta el punto de ser consciente de la inutilidad y, por qué no, del desprecio hacia el más esencial y básico sentido del arte y la común de las inteligencias. Patético Ripollés, más incluso que Frabra.

EL HOMBRE AVIÓN

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