La medida del fuego

El fuego, esa fuerza de la naturaleza ofrendada por el más noble y esforzados de los titanes, Prometeo, capaz no solo de iluminar el intelecto sino dotar de sentido a la primera referencia social de los hombres, el hogar, avanza hoy a lo largo y ancho de nuestras tierras mermándolas en su verdor, quebrándolas en su estatura vegetal, ahogándolas, en definitiva, bajo un implacable manto de sombras y cenizas.

Cabe interrogarse sobre la naturaleza de esta bravura sin alma, de esta furia desatada nacida de la mano de una entidad dada no a modo de castigo sino como generosa muestra de una alianza presidida por el amor y el respeto.

Afirma la mitología cristiana que en el infierno arde perpetuo un fuego cuyo único fin es la mortificación de los espíritus rebeldes. Tal vez sea ese el origen de las criminales llamas que nos abrasan. No obstante, el verano se agosta y con él los días de luz y con la luz ese alegre espacio de bondadosa claridad, capaz de dorar el trigo y despejar de tinieblas los caminos que mañana han de trillar las sombrías estaciones a la espera de la siempre vibrante primavera.

Y a uno se le antoja pensar que tal vez este voraz apetito no obedezca a un instinto tan ruin sino a un rito tan ancestral como hermoso, el de la purificación de la mano de un fuego semejante al que glosó el filósofo tratando explicar lo imperecedero del cosmos, “fuego eterno, que se enciende según medida y según medida se extingue”.

 

 

La medida del fuego

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