Aunque no sea negro como Luther King, ayer he tenido un sueño. Bueno, una pesadilla. Soñé que estaba durmiendo, y Rita Barberá, con un vaporoso camisón, se abalanzó contra mí en un felino salto del tigre y me cayó encima, gritando mientras intentaba desnudarme: “Toma mi cuerpo incorrupto, chachi”. ¡Acojonante, nenos! Luché por quitarme aquello de encima, pero era inútil. Me ahogaban su tremendo peso y el calorét que desprendía. En el penúltimo estertor de la agonía me desperté. Envuelto en sudor jadeaba, y poco a poco fui tomando conciencia de que había sido una horrorosa pesadilla, más pesada que diós. Al fin recobré el sosiego. Me levanté, me refresqué en el baño y me cambié el pijama. Reconozco que tuve miedo de volver a dormirme; no cerré los ojos ni de coña hasta que sonó el despertador. No porque pudiera recaer en la terrible pesadilla sufrida con Rita Barberá; si no porque pudiera tener otra con Rajoy.