Sabemos que de esta conmoción saldremos con menos seres queridos, con más prejuicios, con una quiebra económica y con un nuevo léxico, del cual la palabra ‘desescalada’ es, con mucho, el ejemplo más desafortunado. Pero hay otros que sin duda tendremos que incorporar a nuestro acervo semántico, y a nuestro almario, para siempre. Le propongo este: “edadismo”. Es un término (aún) no recogido por la Real Academia que alude a ‘discriminación por la edad’, como sexismo o racismo significan lo propio en sus respectivos campos. El edadismo ya estaba, por supuesto, ahí. Quizá últimamente ha estado demasiado presente en nuestras sociedades desarrolladas; pero ahora, con la irrupción del virus maldito, el desprecio hacia nuestros mayores ha adquirido perfiles verdaderamente preocupantes.
Que las personas de ochenta años o más han sido, están siendo, las principales víctimas de la pandemia es algo sobre lo que no cabe gran discusión. Que en no pocos casos la atención que han recibido en la enfermedad no ha sido, acaso, la mejor posible, me temo que tampoco cabe refutarlo. El inmenso egoísmo de una sociedad asustada ha hecho que fuese calando la tácita sensación de que una especie de darwinismo determinaba quién, por pura lógica vital, debía morir primero. Prefiero no traer aquí ejemplos dolorosos que bien he conocido.
Pero de lo que quiero hablar es de una conciencia moral que debe regresar, en el sentido de que no hay vileza mayor que desentenderse de quienes más nos necesitan y menos ruidosamente pueden reclamarlo. Decía Weber que la calidad democrática de una sociedad se evidencia en el trato que da a sus mayores. Y ahora, so pretexto de defenderlos del contagio, casi les colocan el cartel de infecciosos, para apartarlos del camino, ciertos ignorantes que, lamentablemente, tienen responsabilidades públicas.
Me parece un tema crucial para nuestro futuro como sociedad avanzada. Pero por estos pagos siempre estamos desentendiéndonos de lo esencial y ocupándonos de los detalles pequeños como si fuesen lo único que importa: que si la presidenta de una Comunidad vive en un apartamento más o menos lujoso, que si otro tiene un chalet en Galapagar, que si un ministro ha dicho una insigne chorrada. El cuchicheo sobre las meteduras de pata puntuales de unos y otros son árboles que no dejan ver el bosque de la inmensa desdicha de quienes mueren solos o tiene que vivir haciendo cola para conseguir una bolsa de comida.
De esta prueba no podemos salir con una estructura tan injusta como con la que entramos. Si de algo ha de servir el sufrimiento colectivo es para despertar la solidaridad hacia quienes están peor que nosotros. Que ya digo: no son esos sobre los que los informes de la Guardia Civil alertan como posibles causantes de “disturbios”. Nuestros mayores son los que, con su esfuerzo, fabricaron este estado de bienestar, los hospitales en los que incluso pensaron en negarles respiradores, los colegios hoy semidesiertos, las universidades en las que, según increíble manifestación del ministro del ramo, copiar es un arte cuya condena es síntoma de “la vieja pedagogía autoritaria”.
Todo se va degradando merced a este reto formidable al que no acabamos de vencer, por mucho que nuestro insigne doctor Simón considere que cada día damos un nuevo paso hacia la victoria. Si perdemos nuestras virtudes, lo habremos perdido todo. Y puede que ‘desescalada’, o ‘webinar’, caigan algún día en el ostracismo, Dios lo quiera, porque significará que, al final, la normalidad ha regresado. Pero ‘edadismo’ es más que una palabra más: alguien debería ponerla en algún frontispicio para que, a la hora de esos prometidos, tardíos y tan merecidos homenajes, no volvamos a olvidar lo que significa.