asi sobre la campana, el presidente Sánchez logró salvar el miércoles la cuarta prórroga del estado de alarma decretado el 14 de marzo. Cada vez, es cierto, con menos apoyos parlamentarios y en medio de una creciente controversia jurídica y política. Con el paso del tiempo, las cosas se le han ido poniendo feas, aunque habrá que decir que se lo venía buscando por mor del uso y abuso que ha hecho de tal situación extraordinaria. Así, por primera vez se vio en la tesitura de perdedor. Y por primera vez ha tenido que negociar a toda prisa.
Con la abstención del PP, Bildu y BNG y el voto negativo de ERC y catalanes varios, Sánchez se quedó muy lejos de las primeras unanimidades gratuitas -143 votos menos- y se le complicaba el camino hacia una quinta o sexta prolongación, que Moncloa querría hacer coincidir con la entrada en la “nueva normalidad” a finales de junio.
Hasta sus propios socios lo van abandonando, aunque no ha habido ni habrá reproches para ellos. Hagan lo que hagan y digan lo que digan, son intocables. Lo que, por tanto, en pura lógica muy bien no se entiende es por qué exige al Partido Popular un ejercicio de responsabilidad del que, al parecer, están exentos los partidos que le llevaron a Moncloa.
La presión ejercida sobre los populares, un auténtico bulling, ha llegado a tales niveles de intensidad e indignidad que con peregrinos argumentos desde Moncloa y Ferraz se le ha negado hasta el derecho a la abstención. Convirtiendo al PP y a su joya de la corona -la Comunidad de Madrid- en responsables de los muertos en un eventual rebrote de la pandemia, quedaba ya señalado un chivo expiatorio sobre el que cargar el relato de la culpabilidad, que es lo que en el fondo interesaba.
Como en otras ocasiones, el Partido Popular ha caído en el error de ir dando a conocer por fascículos su posición; esto es, en no haber concretado su alternativa antes de que le pisaran los argumentos. Así por ejemplo, la opinión pública hubiera tenido noticia fiable y detallada de su principal propuesta: cómo es posible un plan B para hacer frente a la pandemia a través de la legislación ordinaria, sin tener que recurrir al estado de excepción camuflado cual es el de alarma bajo cuyo paraguas sobreactúa.
En grandes controversias como la presente, Pablo Casado no escatima declaraciones ante los medios, pero se comporta como un Guadiana que aparece y después se sumerge en prolongados silencios. En el Congreso lo explicita luego desde la tribuna y lo defiende con cierta brillantez. Pero llega un poco tarde. El relato acusatorio está ya hecho en su contra.
Mucho rédito, en verdad, no le ha sacado al debate de la cuarta prórroga, al menos en términos de protagonismo político. Casi nadie le ha comprendido.