El ex presidente Aznar siempre alardeó de apoyar a sus ministros de Hacienda y muy en especial a los encargados de velar por el control del gasto público. En esta tarea destacó el que durante un par de años fue director de la Oficina presupuestaria del Gobierno, José/Pepe Barea, un veterano economista con imagen de viejo cascarrabias, incómodo para propios y ajeno y que recortaba sin contemplaciones en unos tiempos –mediados de los noventa- en que había que cumplir con Maastricht. Mucho –la verdad- no resistió en Moncloa.
No era ni es fácil la encomienda. Y si no, que se lo digan al ministro Montoro, cogido como está estos días entre el fuego amigo y enemigo. Dicen que cuenta con el apoyo del presidente del Gobierno. Pero veremos a ver cuánto dura porque, cuando se desencadena la tormenta política y mediática, resulta difícil que escampe sin consecuencias sobrevenidas.
Además, al titular de Hacienda le ha pillado de lleno la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la amnistía fiscal de 2012. Para algunos, el veredicto del alto tribunal ha ido más allá del objeto del recurso presentado por el PSOE, tal vez por aquello de satisfacer las posiciones de los magistrados que pasan por progresistas y practicar así la moda –un tanto absurda- de las sentencias por unanimidad.
Sea como fuere, la amnistía fiscal fue –supongo- una decisión colectiva del Ejecutivo, pero cuya responsabilidad política está recayendo casi en exclusiva sobre las espaldas del ministro. En fin: ya se sabe que en los Gobiernos del PP actual apenas nadie sale en socorro de nadie y cada quien se ve obligado a defenderse por su cuenta. Incluso Rajoy suele ser poco explícito en tales coyunturas.
Hasta a cuatro preguntas sobre la oficialmente llamada declaración tributaria especial tuvo que contestar Montoro, una por una, el otro día en el pleno del Congreso. Y aquella misma tarde hubo de emplear otras tres horas para responder sobre lo mismo a los mismos en la Comisión de Hacienda. Y así sucesivamente: comparecencia en el Senado, interpelación, moción consiguiente y reprobación como traca final.
Todo un festival para la oposición –junta y revuelta- a propósito de una cuestión que, además, ya había sido más que debatida cuando el texto pasó inicialmente por las Cámaras para su convalidación como decreto-ley y posterior tramitación como ley, y que –aunque sea incorrecto decirlo- algún efecto positivo ha tenido.
Bien es cierto que, convertida en rutina, la reprobación está perdiendo el escaso valor político que pudiera tener. A este paso, “vamos a acabar reprobando a un director general, dentro de nada reprobaremos a un secretario técnico y acabaremos reprobando a un ujier de un ministerio o, a lo mejor, al ministerio entero”. Razón no le faltaba al diputado de Ciudadanos que, aunque engreído como todos sus compañeros de filas, así se expresó días atrás a propósito de otro caso.