Estos días en las conversaciones entre amigos, en la oficina, en la familia, ha sido un tema recurrente la entrevista a Arnaldo Otegi realizada en Televisión Española.
No hay conversación en el que no afloren posturas encontradas al respecto. Yo diría que son mayoría los que sienten una profunda repugnancia porque se haya dado ocasión a un tipo como Arnaldo Otegi de ensoñorearse nada menos que en la televisión pública.
Yo tengo que decir que como periodista no tengo la menor duda de que hay que entrevistar al mismísimo diablo si eso fuera posible. Yo lo haría. O sea que estoy entre quienes no se escandalizan de que se haya entrevistado a Otegi.
Me parece a mí que la cuestión de fondo no es si se debe o no entrevistar a Arnaldo Otegi sino cómo se entrevista a Arnaldo Otegi.
Es decir se trata de que el entrevistador no se amilane ante el personaje que tiene enfrente y no le haga el caldo gordo. Y sobre todo que esa entrevista no sea un “encargo” es decir que no esté inspirada desde el “poder” con fines políticos, en este caso la acusación es la de “blanquear” al personaje.
Arnaldo Otegi forma parte de la realidad. Y en la realidad hay de todo. Lo que nos gusta y lo que aborrecemos. Es más yo creo que en la entrevista, más allá de la intención de la misma, Otegi no salió “blanqueado”, al contrario, la mayoría de los que le vieron y escucharon pudieron calibrar la catadura del personaje.
El efecto que provocó es el contrario al que seguramente alguien pretendió. Por decirlo claramente: no creo que después de ver esa entrevista nadie haya sentido un ataque repentino de comprensión y simpatía por Otegi sino todo lo contrario.
Es difícil, casi imposible empatizar con el personaje en cuestión y su aparición en la tele logró aumentar esa aversión que despierta.
Desconozco por qué la televisión pública decidió entrevistar a Otegi, no sé si se debe a motivaciones políticas, lo que si sé es que yo como periodista no vacilaría en hacer una entrevista a Otegi si por cualquier circunstancia fuera “noticia”.