FARRAPOS DE GAITA

En mi opinión, la gaita (quomodo cecinata) es un coñazo. Sé que esto podría herir sensibilidades, pero hay que rendirse a la evidencia: este instrumento es sencillamente diabólico. Hablo de la gallega. Porque también está la asturiana, que es simplemente un artilugio de tortura no menos cruel que la bota malaya. Escuchamos una pieza y nos saltarán las lágrimas de emoción; dos piezas, y empezaremos a removernos nerviosos; a la tercera andaremos buscando disimuladamente la salida... a partir de ahí, las lágrimas asomarán de nuevo, pero serán pucheritos de desamparo y angustia. La huida es la única opción. La gaita en espacios cerrados puede volver majara a cualquiera. Porque, sin duda, fue creada para ser tocada en espacios abiertos. ¿Hay algo más hermoso que el sonido de una gaita en la lejanía? Y es que sólo hay dos maneras de escuchar con placer el sonido que sale de ahí: una es a distancia, algo ciertamente saludable y la otra, de cerca, sí, pero sólo si se está borracho. El grado alcohólico recomendable es cuando ya no se distingue el sonido de un roncón de la tobera de un F-18. Ahí ya todo da igual y podremos disfrutar de una muiñeira o una foliada practicando el tacón-punta-tacón con graciosas piruetas sin rubor alguno, salvo, claro está, el que haya proporcionado el ejercicio y el morapio.
La gaita es para las romerías. También puede ser solemne e introspectiva, según sea el caso. Tocada por la grave y severa figura del gaiteiro, acompañado del circunspecto tamboril y el impávido bombo. Sobrios, hieráticos –porque algo sacramental se intuyó siempre en ese trío–, en contraste con el desenfado circundante. La tradición... Pero cierto día la subieron a los escenarios y la cosa cambió. La gente dejó de bailar y se dedicó sólo a observar. A veces, también se danza, pero cuando es parte del espectáculo... Abajo sólo mira. Todo el mundo se puso a hinchar el fol y a soplar la gaita aderezando cada cual la interpretación con mohines y caritas de éxtasis, contoneos o bailecitos ye-yés o matando carrachas a zapatazos. Héroes y heroínas del instrumento, con una técnica muy depurada, ciertamente, pero anodinos, estridentes y pertinaces (salvo magníficas excepciones que saben dosificarlo).
Y, finalmente, lo que sucede cuando se intelectualizan las cosas: la guerra de las gaitas. La tradicional frente a la marcial (o marciana). La gaita “de siempre” frente al invento seudoescocés. El asunto ya ha creado talibanes. En un longevo y demencial programa de la televisión engebre (que tiene la molesta capacidad de desconyuntarme el nacionalismo las contadas ocasiones que me hago con el valor suficiente para soportarlo) se escenificaron las hostilidades. Pero cuidado, ante tanta gaita de autor y mientras se discute si son churras o merinas, ya nos han colado un “flamenquito a la palleta”. Maldita fusión. Cuando se agotan las ideas...

 

FARRAPOS DE GAITA

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