Es la gran pregunta que nos habremos hecho muchos de cuantos desde fuera seguimos el martes la jornada de la Diada del martes en Barcelona, en la que el independentismo ha vuelto a protagonizar un año más –y van siete– una gran demostración de fuerza. ¿Hasta cuándo? O dicho de una forma que también ha empezado a circular: ¿quién pinchará este globo interminable? Porque alguien habrá de hacerlo.
Brillante escenografía. Cierto es, sin embargo, que los convocantes contaban en esta ocasión con una reivindicación añadida: los golpistas en prisión o en el autoexilio desde hace un año, cuya puesta en libertad y vuelta a casa es un anhelo no privativo de los soberanistas. Según un sentimiento entre ellos muy compartido tanto a derecha como a izquierda, a un catalán no se le toca.
¿Un millón de asistentes? El número es lo de menos. Lo notable es que una parte importante de la sociedad catalana está instalada ya en una desconexión real y que, en consecuencia, antes o después habrá que dar una salida al callejón en que la han metido unos gobernantes empecinados en un objetivo único y además imposible: independencia y República. ¿Ley y diálogo como propugna el Gobierno central? Sí, ¿pero hasta cuándo? ¿El diálogo va a ser eterno?
El problema es también que los asuntos de ordinaria administración están dejados de la mano de Dios; que hay, por tanto, mucho trabajo pendiente. Un editorial del periódico allí de referencia, nada beligerante hacia el nacionalismo gobernante, le ponía hace poco al presidente Torra algunos ejemplos.
En sanidad Cataluña es, con 148 días, la comunidad con listas de espera para operarse más largas. En educación, la Generalidad sólo destina el 2,8 por ciento del PIB a tales menesteres, el porcentaje más bajo de Europa. También es la comunidad donde más tiempo hay que esperar para recibir una prestación de la ley de Dependencia.
En su epílogo a un recentísimo libro colectivo sobre el proceso soberanista, el hoy ministro Josep Borrell, personaje de referencia en el socialismo catalán, rezuma pesimismo. Lamentablemente –escribe- y a pesar del indudable cambio de talante que representa la llegada del nuevo Gobierno a Moncloa, no hay razones poderosas para el optimismo en el plano político o institucional. Tampoco las hay en el plano social en el que cada día que pasa se agudiza la creciente división en la sociedad catalana.
A su juicio, el clima de fraccionamiento civil propicia el surgimiento de escenas de enfrentamiento en el espacio público que anuncian que lo peor todavía puede estar por llegar; que en cualquier momento puede saltar una chispa que haga el juego a los partidarios de la escisión unilateral. Entre las dos mitades de la sociedad catalana y entre Cataluña y el resto de España el acuerdo –concluye– parece existencialmente imposible.
¿Pesimismo, realismo o ambas cosas a la vez?