La expulsión de inmigrantes ilegales –con más motivo si tienen antecedentes penales– y el estricto control de las fronteras son lugares comunes en las políticas de inmigración de los gobiernos españoles. Las concertinas de Melilla y Ceuta –alambradas con cuchillas-– son pura marca España, aunque nuestra memoria selectiva las aparque interesadamente (trampas en el solitario) para hacernos creíbles al denostar como algo aberrante el muro prometido por Donald Trump entre México y Estados Unidos.
Que la inmigración ha de ser legal y ordenada es principio común básico en las políticas desplegadas en España, en la UE y en EEUU. Un principio de contundente e inhumana aplicación en Ceuta y Melilla, en los campos de retención de Turquía o en la mítica frontera de Río Grande. Es un sentir generalizado entre gobernantes y gobernados en esta parte del mundo civilizado, las dos orillas del Atlántico, que no puede haber barra libre para quienes vienen a buscarse la vida. Y menos para quienes, ya instalados ilegalmente, acumulan un historial delictivo.
Pues bien, ese es exactamente el móvil confesado por Trump respecto a la prevista operación de deportaciones masivas de inmigrantes indocumentados o con antecedentes penales en número de entre dos y tres millones. Curiosamente, por esos mismos motivos fueron expulsados dos millones de inmigrantes en el reinado del republicano George Bush y otros tres millones durante el del demócrata Barack Obama.
O sea, que todos cardan la lana, aunque solo el odioso Trump se queda con la fama. Efectivamente, Trump es odioso, machista, xenófobo, racista, prepotente y hortera de bolera. Pero, al menos respecto a los grandes movimientos migratorios de la época que nos ha tocado a vivir, no dice nada distinto a lo que dicen gobernantes que le han precedido en el llamado mundo civilizado, tanto en EEUU, como en la Vieja Europa.
Algo muy parecido sugiere la vigente polémica respecto a los populismos. Se tiende a emparentar a los que respiran por la derecha (Frente Nacional en Francia o UKIP en el Reino Unido) con los que respiran por la izquierda (Syriza en Grecia, Podemos en España), porque tienen enemigos comunes (el “sistema” y sus servidores). Eso une mucho.
Une tanto que suelen ir de la mano, aunque ni por la derecha ni por la izquierda se privan ambos de usar la demagógica apelación al “pueblo”, o a “la gente” como coartada. O como método, sin que eso suponga identificación ideológica de quienes ejercen o ejercieron el populismo a lo largo de la historia. Pero, insisto, unos llevan la fama y otros cardan la lana.