Imaginen una plantilla de ejecutivos a los que se le ha encomendado publicitar y comercializar un producto que, pese a estar aún en fase experimental, ya es tenido, por una parte de ese pueblo, como bálsamo de toda herida y consuelo de toda carencia, y que a los demás se les mete por los ojos sin importar tener que rompérselos.
Un producto que se publicita en el boletín oficial y que puedes promocionar desde el parvulario a la universidad, y desde la plaza del pueblo al parlamento. Y al hacerlo no tienes porque atenerte ni a la verdad ni a la legalidad.
Imaginen ahora que al evaluar esa feroz campaña descubren que aún se le resiste más del 50% de la población. Cómo justificar su labor y la mentira de que tal demanda es un clamor en el seno de esa sociedad. Por el contrario, cabe pensar que tal vez sin esa asfixiante campaña el porcentaje sería aún mayor.
La brutalidad que narro es la que se viene practicando en el País Vasco y Cataluña durante todos estos años. Y es por ello por lo que amplios sectores de estas sociedades tienen que hacer frente, desde el desamparo institucional, a esa despiadada tarea de acoso y derribo en beneficio de una idea netamente autoritaria, cuya novedad es estar auspiciada por unas instituciones aparentemente democráticas. Hablo de apariencia, porque no cabe la democracia donde no cabe el hombre y su singularidad sino la identidad territorial.
Cabe, y es lo que hay, el trágala del “dogmatín”.