Felipe VI tuvo en la noche del martes una intervención extraordinaria y no tuvo una noche buena. No tanto por lo que dijo, sino por lo que no dijo. El rey levantó acta de los despropósitos que el gobierno y el parlamento catalanes han emprendido en su alocada carrera hacia la independencia y dejó claro que el Estado de Derecho responderá convenientemente al desafío. No podía decir otra cosa y a lo que dijo no se le puede poner un pero porque es el símbolo de la unidad del Estado, tal y como establece la Constitución.
Pero en el mismo artículo y en la misma línea se consagra su función arbitral y moderadora entre las instituciones del Estado. Y como buen árbitro debería haber acompañado las duras amonestaciones a los dirigentes catalanes con otras que dejasen constancia de que la represión de esas actitudes, en una democracia, también tiene sus límites, algunos de los cuales se sobrepasaron en la aciaga jornada del referéndum. El rey no puede ignorar lo que todos los ciudadanos vimos con una indignación trasversal que no solo toca a independentistas sino a quienes no lo son, ni a los catalanes en exclusiva, sino a muchos de los que poblamos el reino. La amonestación no merece ser simétrica, por supuesto, porque no son idénticas las responsabilidades de quien se salta la ley que las de quien intenta que se respete. Pero siendo ese el fondo, las formas en democracia son importantísimas.
También se echó en falta, en ese papel arbitral, un llamamiento al diálogo que es compatible con la firmeza en la aplicación de las leyes, como bien sabe el rey. Dialogar no es claudicar aunque para que un diálogo dé sus frutos es imprescindible la renuncia de las partes a las posiciones numantinas. Eso también lo sabe él si tomó buena nota del papel que jugó su padre en tiempos difíciles.
Es verdad que un discurso primoroso no habría movido un ápice a quien hoy ya ha decidido que España no es su país. Como también lo es que muchos han aplaudido sin crítica la intervención real, incluso habrá quien hubiera deseado mayor dureza. Pero siendo rey de todos los españoles, debería haberse dirigido a los miles de catalanes que se han echado a las calles y entre los que hay, todavía hoy, muchos no independentistas que reclaman cosas que podrían encajar en la ley si quienes elaboran las leyes hicieran un poco de política.