Sin duda es la imagen. La libertad frente a las cadenas de un tanque. La dignidad de un pueblo frente al tirano que quiere usurpar derechos y libertades. La imagen del valor y a la vez de la impotencia frente a las armas. Desnudo, sólo el hombre, sin más atributo que el ser mismo, la dignidad, la razón frente a la barbarie, frente al golpismo, frente a la involución. Nos retrotrae a 1989. Otra imagen icónica, pero a la vez bucólica. La de un hombre plantado frente a una columna de tanques que es detenida por su gesto. Resiste en pie. Mirando a los ojos de hierro y acero. Deteniendo el vómito mortífero de la represión de un régimen implacable y dictatorial y que lo sigue siendo a día de hoy pese al silencio de las democracias occidentales, rehenes de los intereses económicos y comerciales.
Turquía. La noche se hace larga. Inmensamente larga. De nuevo los militares que olvidan el papel que realmente deben y han de tener en las sociedades modernas. La neutralidad política y garantía principal de preservar el orden constitucional y la soberanía de un país. Ni más ni tampoco menos. Pero en Turquía, desde 1923 la bota marcial ha querido siempre estar, de un modo u otro. Dictar las reglas. Imponer, golpear la mesa, destituir, velar por sus múltiples intereses y privilegios.
Ha sido el pueblo, han sido los ciudadanos. Pese a las mordazas, pese a los silencios que se impnen en medios de comunicación y redes sociales, los que se han echado a la calle. Los que han desafiado tanques y metralletas. Los que han plantado a pecho descubierto dignidad y heroicidad frente a la violencia, la regresión, la represión, la involución, el candado férreo a las libertades. Podrá gustarle más o menos la tendencia hacia la islamización que Erdogan lleva imponiendo en los últimos años, pero defienden por encima de todo, la libertad de ser, de estar, de sentir, de vivir. Sin que los galones ni las estrellas les dicten a ellos y a sus hijos partituras y sentimientos. La ciudadanía ha salvado la democracia, y de paso a un presidente aturdido y desbordado por los acontecimientos.
Turquía no es un país cualquiera, por muchos vaivenes y portazos que la Unión Europea le haya propinado en las últimas décadas. Es la llave y la puerta entre Europa y Asia. Es el socio principal de la OTAN en la zona más convulsa del mundo. Es frontera. Y los países frontera se sienten a la vez parte y frontera, pero no le hagamos sentirse periferia. Ni marginarles. Ni negarles la razón. Ni compensarles con monedas de cambio para ser contención de la oleada de miles de refugiados. En una lastimosa actuación de Bruselas.
No dejemos a su suerte a Turquía. Es historia misma de Europa. Nuestra. Por muchas culturas y noches rotas que hayan existido. La historia no es caprichosa. El Bósforo une, no separa culturas. Tampoco las superpone o prioriza. Turquía ha vivido una noche convulsa. Violenta. Llena de muertos. Hoy la palabra libertad vale más que nunca. Lleva el peso de mucha sangre inocente rota por los tanques y los aviones. Por la metralla indómita de generales y coroneles que se creen más allá del bien y del mal, y por encima de las reglas políticas y democráticas. El valor de la democracia y sus modelos no puede ser rehén de los tanques ni los sables. Desgraciadamente ese país en su última centuria no ha conseguido el antídoto definitivo. Quizás con lo sucedido, todo cambie a partir de ahora. También la actitud de occidente hacia Ankara. Un país tiene hoy un icono, una imagen. Un hombre tumbado arriesgando su vida ante la barbarie y la sinrazón de mesías que se creen salvadores.