“Ferrol volverá a ser lo que fue porque todo este esfuerzo no puede venirse abajo”

“Ferrol volverá a ser lo que fue porque todo este esfuerzo no puede venirse abajo”
Rafael Romero

Vicente Araguas: Pipo Romero es un par de años mayor que yo. Diferencia de edad importante en los años del jazmín y las rosas bravas. Por eso yo lo veía un poco de lejos, de una manera admirativa para quien destacaba en el tenis, en el Inferniño en los partidos entre marinos y universitarios, con apostura genial en aquellos paseos Real arriba, Real abajo, tiempos alegres y confiados en la ciudad que prometía. Años sesenta y Ferrol casi una fiesta. Luego, cosas de la edad, cada uno tiró por caminos distintos. Y ocurrió que yo iba sabiendo de un marino que además pintaba, y muy bien por cierto, y exponía. Pero seguía viéndolo de lejos. Hasta que un amigo común me hace llegar un retrato mío hecho por Pipo. Un regalo inesperado que me está mirando, con penetración sicológica (la que Pipo Romero le imprimió), desde la pared de mi cuarto de trabajo. Donde recreo la entrevista que con Pipo sostuve. En El Marqués, al borde de la Plaza de Amboage, tan bien revisitada por Pipo Romero en una de sus acuarelas mágicas.
Rafael “Pipo” Romero: Nací en 1948, en la Calle Atocha, 66, en un caserón que ya no existe (en su lugar un edificio alto e impersonal), donde se habían alojado los oficiales franceses durante la ocupación. De aquella casa recuerdo uno de aquellos magnolios que vinieron de Filipinas. Y, bueno, mi primer colegio fue las Discípulas. Primero el Edificio Albarrán, en Real, como usted, claro, luego en las del chalé de Antón, donde siguen hoy. ¿Recuerdos de entonces? Sumamente agradables. De entre las monjas, a la Madre María de los Ángeles, con la que me he vuelto a ver muchos años después, ya secularizada. La confirmación, con Monseñor Argaya. ¿Compañeros? No será cosa de enumerarlos. Pero así, a bote pronto, saltan los hermanos Torrente, Lalinche Díaz del Río, con quien me une además parentesco. ¿Más de esos años? Fútbol en la Plaza del Carbón, himnos patrióticos como “Montañas nevadas” y todo aquello.
Todo aquello es cuanto nos une a aquellos cachorros de una clase social que se fortalecía en unos años previos al despegue económico de los 60. La Marina en el fondo (y en la forma). Apellidos como los Díaz del Río, el segundo de Pipo, en todos los lugares del escalafón. Y aquellas Discípulas de Jesús Maestro, casi que recién llegadas a Ferrol, en lo que ya era su cuarto emplazamiento (el actual), con un método de enseñanza riguroso y, en cuanto a las ideas, de una suavidad nada común en el momento. A Monseñor Argaya lo recuerdo con nitidez. Le tocó vivir momentos delicados, de transición, muerte de Pío XII, Concilio Vaticano II y de Mondoñedo-Ferrol pasó como de una sartén al fuego (nada fatuo) del Obispado de San Sebastián. En cuanto a María de los Ángeles, mi admiración cariñosa por la coherencia al buscar una posición en lo que ello entendía de mayor entrega. Por Ferrol sigue y yo le mando mis mejores deseos.
Luego pasé al Instituto, otro mundo, claro. Mis profesores serían los mismos que los suyos, claro. Aparte de los Arévalos, Nayas, Landeiras y tal recuerdo con interés a un don Víctor, que explicaba –y muy bien–  Dibujo. También a María José Torregrosa. En cuanto a los “compas”, bueno, por allí estaba Filipo, Filipondio, un “crack”. Pero del mundo aquel del Instituto, y de las diversiones en paralelo, guateques, verbenas y demás poco puedo decir. Porque yo estaba muy metido en el mundo del tenis, con la implicación que suponía. Piense que llegué a subcampeón gallego en la categoría absoluta. En cuanto a mi vocación pictórica, tardía en todo caso, se la debo en primera instancia a mi tío Víctor Díaz del Río, quien llegó a Ferrol procedente de Chile en 1962. Vivía en mi casa y yo miraba fascinado como dibujaba y pintaba. Hay en el Cuartel de Instrucción un par de cuadros suyos, de temática naval.

Pipo va desenredando su discurso con elegancia innata (“No se ganan, se heredan elegancia y blasón”, pienso yo con Manuel Machado como gran gurú). Esa que percibo en su pintura, seda pero con base de hierro. Como ese Ferrol que tanto nos une. Don Víctor, siento no recordar su apellido; a él le debo mi único suspenso en Bachillerato, lo digo como dato no como queja (yo era un horror dibujando). Fuera, sol de falso invierno (como las falsas acacias o los falsos plátanos) acariciando la estatua de Don Ramón Pla y Monje, con la clásica gaviota en la cabeza broncínea.
Y luego la Armada, claro. En lo que ha sido mi profesión. Ya como oficial, del Cuerpo de Intendencia, en Cádiz, primero, luego en Las Palmas, y –después– Madrid. Donde puedo situar mi epifanía pictórica. Por supuesto que el Museo del Prado fue el lugar que llenó mis asombros de más asombros todavía. Y las galerías, que tanto abundan en Madrid. Ahí es donde me inicio como pintor. En ello sigo, sobre todo como acuarelista, el óleo lo he trabajado poco, si acaso los acrílicos. También el dibujo, a lápiz o carboncillo. Y bueno, en Ferrol me tiene. Donde expuse por primera vez, 1980, en el Casino.  Desarrollando mi principal vocación que es pintar. Y pintar Ferrol. Eso es lo que más me agrada. No, el tenis lo dejé hace tiempo, substituyéndolo por el golf, donde he sido de los pioneros en esta zona. Tenemos un Club de Golf, en O Val. Pero antes ya jugábamos al golf, de modo mucho más “natural”, digamos, en Lobizán. Sí, allí se tomó esa foto en sepia que usted vio en el “Facebook”. En plan tan “natural” como el campo de Saint Andrews donde aún no estuve. Algún día iré. Por cierto que tengo un hijo en Edimburgo, Rafael Romero Antón, guitarrista en el grupo “indie” The Angles. Mire, aquí tiene se disco recién comercializado, un EP, Shoot down the animal ¿Proyectos inmediatos? Exponer en Nueva York, en la Jadite Gallery, en ello estoy ahora mismo. ¿Ferrol hoy? Ya no es lo que fue, claro. Volverá a serlo. Todo esto no puede venirse abajo. Ha sido el esfuerzo y el amor de muchas generaciones. No podemos fallarles.

“Ferrol volverá a ser lo que fue porque todo este esfuerzo no puede venirse abajo”

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