Tristeza

Hay un Everest textil encima de mi cama. Por estas fechas, ya debería de haber dejado de practicar la escalada extrema ordenando los armarios. Llego tarde, empujada por las señales de alerta naranja, primero, roja, después. Me dan miedo las alturas, les cuento, y atesoro tacones que luego no uso. Se amontona la ropa de verano y la de invierno del año pasado, se mezclan gorros de lana con chanclas de piscina. Parece que mis hijas no pueden aprovechar nada, pero yo, qué mala suerte, puedo aprovecharlo todo.


Estoy agazapada en la vida diaria, de cuclillas, sigo preparando la comida, antes he paseado por los pasillos del supermercado decidiendo qué tipo de leche me conviene más: ¿Desnatada, semi, con calcio, sin lactosa?; he tomado café con mis amigas, me cuentan qué serie están viendo, planeo salir a cenar, les escribo aquí.


Como si no supiera lo que está sucediendo ahí afuera, como si pudiera seguir adelante con la vida, mi vida común, corriente y fácil. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Qué otra cosa podemos hacer?


Si esta violencia va a ser costumbre, ¿me volveré indiferente? No, no voy a escribir aquí sobre Israel y Palestina, no me atrevo a hablar sobre un conflicto que requiere años de estudio y conocimiento. Sin embargo, desde mi ignorancia, me pregunto si no es contradictorio que Occidente rechace la ocupación de Rusia en Ucrania, mientras Palestina sigue bajo la ocupación de Israel. Desde el desconocimiento, me cuestiono si es compresible que se apoye financiera y políticamente a Israel, mientras se envía ayuda humanitaria a Gaza. ¿Cuánto más valen las vidas si habitas en uno o en otro trozo de tierra? Dijo Thomas Mann: “La guerra es la salida cobarde a los problemas de la paz”. Tristeza.


Sigo con mi vida, como si nada, pese a que el mundo está en llamas y nadie es capaz de redefinir el concepto de violencia, de libertad. De Paz. Discurre mi vida personal y profesional por la literatura. Quizá ahí, en la lectura, sería más fácil buscar respuestas. Leí Tristeza, de Jack Kerouac, un Beatnik, que al final de El camino, dejó dicho: “No tengo nada que ofrecerle a nadie salvo mi propia confusión”.  Si Kerouac se permitió todos los excesos y licencias en su escritura, fue también por esa necesidad de escapar de un mundo que no compartía, que encontraba injusto y agresivo. Si Tristeza es el reflejo de una sociedad individualista y triste, donde hombres y mujeres viven y mueren en soledad.  Si les hablo de una novela que se publicó en Nueva York, en 1960. Si les cuento que la pluma de Jack Kerouac era el reflefjo irregular del corazón desganado del mundo tras la Segunda Guerra Mundial.


Rebelión. ¿Dónde está hoy nuestro corazón desganado? ¿Qué puedo hacer más que rebelarme de la única manera que conozco? Porque aquel que lee, escribe Antonio Basanta, se rebela de manera continua y comprometidamente: contra las verdades impuestas, contra el pensamiento único, contra el falso conocimiento, contra la desmemoria, contra la ausencia de criterio y la banalización de la información.


Así estoy, en alzamiento: contra la ausencia de empatía y compasión, contra el miedo que nos corroe, pero nos aplaca. Sublevada contra la realidad que no se cuestiona, contra la apatía que nos generan, la amnesia que nos procuran.


Me perdonan, el cambio de ropa de temporada siempre me ha puesto rebelde. Seguiré leyendo, buscando asimilar. Mi revuelta está contra el desprecio por el pasado y contra el futuro como amenaza. Contra el avance imparable de la violencia. Necesito tan poco: Paz.

 

Tristeza

Te puede interesar