Ya sé, ya sé que nunca se debe titular con una interrogación, pero sucede que en este caso la noticia es exactamente la pregunta: nadie parece capaz de explicar por qué sube, en las encuestas y en las urnas, la extrema derecha, que a veces incluso refleja su admiración o simpatía por Putin, mientras las ideologías clásicas, templadas, parecen sumidas en la inoperancia. Y así, de Suecia a Italia, pasando por Francia --y hasta en esos sectores republicanos de los Estados Unidos que miran con nostalgia la era loca de Trump--, la ola se extiende. Con distintos perfiles, sí, pero con algunas características comunes. ¿Y en España?
El autócrata ruso ya ni se molesta en guardar las apariencias: no solo organiza consultas que son un ‘pucherazo’ sin disimulo y reprime a los disidentes ante las cámaras de televisión, sino que interviene con descaro en las elecciones del mundo libre. Esta semana vimos cómo el Kremlin distribuía abiertamente fotografías de Putin riendo con algunos líderes de la extrema derecha italiana, esos que, en una coalición que nadie puede creer que haya llegado a existir, ganarán probablemente las elecciones de este domingo. Y ahí está nuevamente la pregunta: ¿cómo es posible que alguien como Silvio Berlusconi, que arrastra una trayectoria simplemente vergonzosa, pueda seguir jugando un papel en un país con una democracia asentada como Italia? O ¿quién iba a pensar hace un año que la socialdemocracia sueca, la esencia de las socialdemocracias, iba a resultar vencida por una derecha ‘dura’ que niega el derecho a la emigración?
El mundo parece perplejo ante estos hechos, que evidencian que millones de personas en Europa se decantan por fórmulas que tienen un cierto componente xenófobo y de rebeldía ante no pocos avances sociales. No conviene, empero, generalizar: ni Vox, que, con sus crisis internas --el ‘caso Olona’ está siendo magnificado, sospecho--, trata de moderar sus perfiles, es igual que el movimiento descabellado de Enric Zemour, ni la señora Meloni es lo mismo que el desbocado Salvini, aunque ahora vayan de la mano. Pero todos ellos concitan el apoyo de gentes que se sienten desamparadas por el sistema tradicional y por los políticos al uso, esos que no pisan la calle ni escuchan los lamentos del ciudadano.
La extrema derecha es un refugio, así, frente al desdén con el que la política tradicional se ha ido alejando de esa ‘gente de la calle’ que todos reivindican, pero a la que, en realidad no se hace caso en sus demandas. Lo que ocurre es que se trata de un refugio peligroso, una cueva en la que pueden anidar murciélagos o de la que acaso salga un oso. Y por supuesto, esta extrema derecha ha dejado de ser violenta, y sus peores perfiles son hoy apenas verbales. Ya a muchos no les causa vergüenza decir que apoyan a esa extrema derecha, como reacción al maltrato que, justa o injustamente, dicen padecer desde otras formaciones, desde un sistema que, al parecer, no les sirve. Así, puedo comprender el desapego de muchos ante un orden de cosas que se ha ido desgastando; pero no comprendo que, como reacción, se lancen a los brazos de lo desconocido, o de lo tristemente ya conocido. La democracia, como decía Churchill, es el peor sistema, si exceptuamos a todos los demás. Y, para mí, una democracia de plenas libertades incluye el derecho de los inmigrantes a buscar una vida mejor, la igualdad plena de sexos, el derecho a ser y mostrarse diferente. O, ya que estamos, incluye también la posibilidad de que un periodista entre al mitin de un partido sin ser rechazado porque su medio no gusta a los dirigentes de esa formación. No; yo, si fuese italiano, este domingo no votaría a Meloni.