No se confundan. Esta no es, aunque lo parezca, la semana de pasión de Podemos, encerrados en su pequeño círculo de desconfianzas y rechazos. Tampoco de la resurrección de Yolanda Díaz, que aún no ha demostrado nada y que ya veremos si lo hace. Esta es la Semana Santa, la Semana de Pasión del Dios que aprendió a ser hombre y que se entregó por todos los hombres y mujeres del mundo. Hoy su pasión y muerte es por los pobres; por los que sufren exclusión social grave; por los migrantes; por los millones de refugiados que viven recluidos en campos de concentración; por los que sufren las guerras y la destrucción de los poderosos; por los menores que tienen que huir, arriesgando su vida, de la guerra, de la persecución y de la explotación sexual; por los mayores abandonados incluso por sus propios hijos; por los niños no nacidos; por los menores no acompañados que casi nunca tienen otra salida que la delincuencia; por las mujeres que no tienen otra forma de sobrevivir que la prostitución; por los parados que no encuentran trabajo; por aquellos que viven en la soledad más absoluta sin nadie que los escuche; por los que no tienen más domicilio que la calle.
Esta es la Semana de Pasión del hombre que, como escribió el cardenal Martini, “nació pobre en Belén, vivió oculto en Nazaret, eligió una vida de pobreza y murió en medio de la humillación y el dolor”, pero que sólo habló de Amor y de perdón, de entrega, de volcarse en el amor al otro, a todos los otros, a los iguales y a los diferentes. Un Jesús que, en palabras José Antonio Pagola, “contagia la fe en un Dios en el que se puede confiar y con el que se puede vivir con alegría, que atrae a una vida más generosa, movida por un amor solidario”. En esta sociedad egoísta y hedonista, ese mensaje es más urgente que nunca.
No se entiende España ni Europa sin el cristianismo. Está en las raíces, en los valores, en la cultura, en el arte. Basta mirar cualquiera de los pasos o tronos de cualquiera de las procesiones que van a recorrer todas las ciudades de España estos días. Basta mirar el Cristo de Velázquez o el de Miguel Ángel, el de la Agonía de Limpias, la última cena de Leonardo, el descendimiento de Van der Weyden, el traslado de Cristo de Rafael, las Vírgenes de las Angustias o de la Soledad --María y las otras mujeres son parte esencial de la Pasión-- y tantos otros para entender lo que es la entrega de un Dios por todos los hombres. El Dios abrigo para los que sufren, para los que no cuentan para nadie, para los que buscan respuestas a lo que somos en lo más profundo. También para quienes le ven con indiferencia o con hostilidad.
Hay que aprovechar la oportunidad de vivir la Semana Santa, de contemplarla en Valladolid o Zamora, en Málaga o Sevilla, en cualquier lugar de España, tan diferentes y, sin embargo, tan idénticas. Acercarse a las iglesias que encierran claves para entender de dónde venimos y, sobre todo, adónde vamos. Cuando da la sensación de que la humanidad no quiere oír hablar de sufrimiento y lo oculta como si fuera ajeno al hombre, cuando la sociedad parece avanzar sin Cristo, cuando son tiempos de invierno en la fe, hay que dejarse enganchar por “el amor brutal de Jesucristo”, en palabras de Víctor Ullate, por el Dios de la vida, de todas las vidas. Por el Dios que ama a todos, sin exclusiones. Esto es lo que celebramos estos días. Abrir las puertas a Cristo es abrirlas al encuentro con la verdad, la justicia y la libertad. Un grito de esperanza para los creyentes y para la humanidad descreída y desesperanzada de hoy.