La democracia trajo a España el mayor periodo de estabilidad política, de progreso económico y de paz social, pero en este tiempo no faltaron contratiempos que parecían conmocionar los cimientos del Estado. Recuerden el intento de golpe de Estado de 1983, la expropiación de Rumasa, los crímenes del terrorismo, la crisis financiera, la corrupción de políticos y empresarios, la declaración de independencia en Cataluña y, para rematar, la pandemia. En el “haber”, además de la estabilidad, hay que poner el ingreso en la CE y también que tantos episodios políticos, económicos y sociales negativos fueron superados con nota porque, decía un paisano leído, “¡el país puede con todo!”.
Ahora, la vida de España transcurre en un nuevo escenario. Ya no se producen asonadas, actos terroristas, expropiaciones o crisis económicas convulsas, ni pandemias, aunque quedan episodios de corrupción. Pero en este contexto se está produciendo lo que el catedrático y politólogo, Fernando Vallespín, llama la progresiva erosión de la “cultura cívica”, un intangible imprescindible que presupone “un exquisito seguimiento de las reglas de la democracia y no su cínica instrumentalización”.
Este deterioro de la cultura cívica, es decir, de la cultura democrática, es visible en el desguace del Estado con cesiones al independentismo a cambio de siete votos. Primero fueron los indultos, ahora la amnistía, la condonación de la deuda y la financiación singular para Cataluña (que deshace el modelo de la progresividad fiscal y de la solidaridad interregional) y la próxima cesión va a ser el referéndum. Un atropello a la Constitución, al Estado de derecho y a la igualdad de los españoles.
Independentismo aparte, la deriva iliberal del Gobierno se plasma también en la ocupación de las instituciones del Estado; en las amenazas a la independencia judicial, y en la persecución a los jueces que dictan sentencias molestas; en la intimidación a la prensa a la que atribuyen “propagar bulos”, cuando se limita a publicar noticias, también molestas, que nunca desmintieron los afectados vinculados a miembros del Gobierno; en la demonización de la oposición, a la que se niega el derecho a existir; en las torpezas en política internacional…
En fin, que el dicho “el país puede con todo” evoca una sensación de fortaleza e infunde ánimos en momentos de dificultad porque a pesar de los contratiempos la nación tiene la capacidad de superar las adversidades. Pero en un contexto como el actual esa frase implica también una forma de impotencia y resignación ante problemas que crean dirigentes políticos irresponsables que en nombre de la democracia se atribuyen y ejercen poderes que la sana razón democrática no otorga.
El escenario más complicado se abrirá cuando sea necesario reconstruir los desastres constitucionales que están configurando la España de nuestros días.