Navidad, ¿qué Navidad?

Es posible celebrar la Navidad en un tiempo de increencia, de distanciamiento de los ciudadanos de la religión, de desesperanza ante el futuro, de un hedonismo que deja atrás todo lo que no sea placer para uno, de despilfarro como si no hubiera mañana y de millones de personas viviendo bajo el umbral de la pobreza, de desigualdad creciente? ¿Pueden celebrar la Navidad los niños con miedo en Ucrania, sin luz y sin agua, amenazados por las bombas que caen todos los días? ¿Hay Navidad en la frontera de Melilla y en la que separa Estados Unidos de México? ¿En Irán, donde su Gobierno te mata por pedir libertad? ¿O en Afganistán, donde las mujeres vuelven a ser muebles sin valor alguno? 
 

¿Son la Navidad las luces, los regalos, el comer hasta hartarse, el pedir un crédito para pagar un viaje de placer? ¿Qué Navidad hay para los sintecho que viven a la intemperie, para los que no tienen dinero pagar la luz o el agua, la calefacción o la hipoteca y siguen temiendo el desahucio? ¿Hay Navidad para los que están encarcelados? ¿Y para los niños a los que no les dejan nacer o para los mayores que han sido abandonados por sus hijos? 
 

La Navidad es el encuentro de los hombres de buena voluntad en torno a Jesús, Dios con nosotros, Dios para todos, pero, sobre todo, para los pobres y los que están solos, para los excluidos de la vida, de la sociedad, de la economía, de la política, para los que tienen hambre y sed, no solo de justicia, para los descartados, para los marginados. En el belén se encuentra la historia de un nacimiento en el exilio, en un establo vulnerable, con todas las puertas de las casas cerradas, sin nada más que el Amor. Un Dios que se hace hombre, y hombre pobre, para acompañar en el Amor a los que sufren el miedo, el desamparo, la fragilidad, las restricciones, la miseria, la tensión, la falta de afecto. La Navidad es, sobre todo, la celebración de la fiesta del Dios que nos ama sin límite.
 

Todo esto se puede olvidar, ignorar, tratar de borrarlo de nuestro corazón, de nuestras calles y de nuestras 

hemerotecas, como pretenden algunos. La posverdad de este tiempo. Pero sin este hecho, sucedido hace más de dos mil años, sin el cristianismo, con todos sus errores, no habría existido la fuerza histórica del combate por la dignidad y la igualdad inalienable de las personas, por los derechos humanos de todos y cada uno de los ciudadanos que hoy disfrutamos en la mayor parte del mundo o por la lucha contra el injusto reparto de los bienes de esta tierra. Han desaparecido muchos imperios, la Iglesia sigue porque su fuerza está puesta en Él. La Navidad sigue por lo que representa. “Un pueblo incapacitado para disfrutar y respetar sus símbolos y tradiciones nunca será capaz de respetarse a sí mismo y menos de hacerse respetar por los demás”, decía Josep Miró y Ardevol. La Navidad no tiene fecha de caducidad. Es tiempo, pues, para que el Amor se vuelque sobre todos nosotros -falta hace- y para que nosotros sepamos hacer ver, demostrar a todos que lo que se celebra estos días es el encuentro, la cultura de la caridad, la justicia y la igualdad de los hombres para con los hombres. Que los políticos sean capaces, también, como representantes de todos nosotros, de entender el mensaje de concordia y de trabajo por el bien común real que también encierra la Navidad.

Navidad, ¿qué Navidad?

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