Para muestra, una gala

El arte ha sido colonizado por el hombre desde el mismo día en el que alguien dibujó en una cueva la silueta de un bisonte y otro alguien con poder y visión de su utilidad, lo admitió.


Más hubiera valido que ordenase borrarlo y decapitar al artista. En ese caso, el arte sería el eterno rebelde, el perseguido, capaz de mantener el espíritu libre que exige, esa levedad en lo grave, esa gravedad en lo leve, esa pieza esencial en la conciencia del hombre, capaz de hacer de él un ser de verdad humano, en la medida que aquello que atesoraría con celo sería el poder de crear, de transmitir su espíritu en el espíritu de las cosas, también en las de sus semejantes.


Chesterton fija en este hecho la aparición de arte, del artista. Y yo en la numantina defensa del arte como elemento, efectivamente, más revolucionario que evolutivo, afirmo que debió permanecer vedado, no al hombre, sino a la ambición del hombre. Es más, debió y debe ser reverenciado como el verdadero redentor del hombre. Quién como él te sostiene digno en tu condición, en horas de desaliento, nadie, solo él, porque él te promete trascender más allá de lo imaginable, en el seno de esa maternal estructura que es el universo.


El arte, llamado hoy mundo de la cultura, no es humano, es vanidoso, veleidoso, una tristeza que está allí donde jamás debería estar el arte y no está allí donde nunca debió dejar de estar, en la imaginación y voluntad del hombre, libre y fraterno.

Para muestra, una gala

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