A merced del mar

Crecí detrás de la barra de un bar, equivale a ir a la escuela dos veces. La máquina de café silbaba con fuerza cada mañana, como una vieja locomotora anunciando que venía, que se iba. Vestida de uniforme, con el pelo trenzado y la falda tableada, desayunaba a diario con personajes varios. Mi preferido era el marinero, vecino de la calle de arriba, que nos visitaba cada seis meses con  historias de todos los puertos: de mares calmados, unas, de tormentas inclementes, otras; mi atención era absoluta. 
 

El marinero era un gran lector que mantenía a sus hermanas, dos, solteras, viejas siempre, abandonadas a su peso, mujeres que se despertaban al compás de la máquina tragaperras: manzanas rojas, peras verdes, cerezas moradas, debían alinearse todas las frutas. El viejo ejemplar de Cien años de soledad que tengo en casa, me lo regaló él, que la lectura le ayudaba a mantenerse lúcido, decía.  Puede que un marinero cambiara el curso de mi vida y yo no recuerdo su nombre. 
 

Estaban los clientes de paso y los habituales, a los que podía llegar a añorar si su cita con el café diario no se producía. Si cierro los ojos, puedo verlos: el director de la fábrica de componentes eléctricos, ¡muy apresurado! y el primero en hacerse con la prensa; el comercial farmacéutico que desayunaba callos, bebía vino tinto, tenía un hijo en los scouts; el yesero recién divorciado que ahogaba su desamor en la copa de coñac, o el retratista, famoso pintor años más tarde, que rezumaba sudor y pintura como si se pudiera percibir el arte a través del olor.
 

Ahora que lo pienso, eran pocas las mujeres que entonces desayunaban fuera de casa, como si entrar solas a tomar un café con leche fuera algo ¿ocioso? ¿poco decoroso?, no bien visto para ellas. Mientras tanto, me acostumbré pronto, tal vez de forma precoz, al café, a la prensa diaria, a las lecturas e historias a destiempo. Todavía hoy, en una suerte de rutina, necesito desayunar fuera de casa, porque no hay cafetera comercial que me iguale el aroma del café de la barra de un bar. Me pregunto si no será que estoy hecha de historias reales, que necesito seguir escuchándolas, observándolas, que en eso siempre ando, tratando de traducir todo lo que almacena mi corazón:
 

«Nada es más misterioso que el mundo real. Todo lo que se eleva favorece la compañía de una sombra, todo se extiende y se abre hacia el pasado. La mirada es una geografía que hace historia entre el ser y el estar, entre la luz y el recuerdo. Por eso el realismo busca el mundo exterior para meternos hacia dentro. Hoy es ayer para decir mañana». 
 

Me acordé de él, del marinero de mi infancia, leyendo En el mar, de Toine Heijmans, lo publica Acantilado. Tomé el libro prestado en la biblioteca, es una novela corta, ingeniosa, perspicaz, conmovedora. Narra una travesía por el mar, eso ya era suficiente para que llamara mi atención. «De pronto veo las nubes. Deben de haberse formado a mis espaldas», así se inicia. Pero es más que eso, es la inusual reflexión sobre la identidad masculina. Me golpeó esta cita:
 

La supervivencia pasa por la rutina. Si la situación se tuerce, más vale saber dónde está cada cosa. De lo contrario, los pensamientos se agolpan sin orden ni concierto. Acabas pensando en todo a la vez. En las nubes, en el horno, el café, las botas, la bandera. En el cuaderno de bitácora, en los cabos de amarre y en tu hija, que duerme en el camarote. QUIEN DEJA DE PENSAR CON LUCIDEZ QUEDA A MERCED DEL MAR.

A merced del mar

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