La lucha por las libertades

En tiempo de incertidumbre, dominio de lo mediático, miedo a la libertad, pánico a la verdad, apología del consumismo y baja intensidad del pensamiento crítico, conviene subrayar la centralidad y radicalidad de los derechos humanos y de la dignidad de la persona como valores que preceden al poder y al Estado. Sabemos, y muy bien, que los derechos humanos no los crea el Estado ni los otorgan discrecionalmente los gobernantes: son derechos y libertades innatos al hombre y, por lo tanto, no sólo deben ser respetados por el legislador y el gobierno, sino promovidos por los poderes públicos y los privados. Tienen la configuración jurídica de valores superiores del Ordenamiento y deben inspirar el entero conjunto del Derecho positivo. Son derechos que derivan de la dignidad del ser humano y fundamentan la propia condición personal. Son, por ello, intocables, inviolables, indisponibles para legisladores y gobiernos. No hace mucho asistimos sobrecogidos a los horrores del nacismo y de su concepción racista basada en la quiebra absoluta del predominio universal de los derechos humanos. En el mismo sentido, la dictadura del proletariado dejó sembrado de cadáveres el solar europeo no hace tanto. Hoy, en un nuevo siglo en el que el horizonte se vislumbra con tonalidades oscuras y ciertamente tenebrosas, constatamos el dominio de lo correcto, de lo conveniente, de lo eficaz, existe miedo a la verdad y a la libertad solidaria y vivimos casi presos del dogma mediático y de las revelaciones de los sacerdotes de esa tecnoestructura que reparte a diestro y siniestro certificados de admisión al espacio público. Es el caso lento, constante, de la clonación de embriones, de la conservación de fetos con finalidades de investigación, de toda suerte de experiencias de ingeniería genética para predeterminar a la carta seres humanos. Operaciones en las que se busca, más o menos directamente, la quiebra de la dignidad inviolable e igual de todas las personas, eso sí, acompañada de pingues beneficios para unos pocos que han sabido comprar los buenos sentimientos de tanta gente de bien. Insisto, los derechos humanos son incondicionales. Tienen el carácter que Kriele predicaba de ciertos derechos que fundamentan el entero edificio jurídico. Incondicionales quiere decir lo que quiere decir. Ni más ni menos. Si empezamos a invocar buenos fines para justificar lo injustificable, abrimos el camino, como acontece, en unas latitudes más que otras, a la posibilidad de manejar a nuestro antojo lo que nos identifica como personas: la igual y capital dignidad humana. Así, de esta manera, de forma más o menos sutil, y al servicio de una determinada minoría, nos encontramos ante un mundo sin principios, sin defensa para los débiles; en definitiva, un mundo inhumano en el que unos pocos quieren el mando y el dominio a toda costa.


En fin, que la lucha por la libertad solidaria, en general por los más centrales valores humanos sigue, como siempre, de palpitante y rabiosa actualidad. Hoy, como siempre.

La lucha por las libertades

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