Lenguas y miserables

Los derechos de la lengua solo son infinitos en la voraz boca de aquellos que tratan de hacerla objeto y medida de sus ambiciones. Su utilidad, sin embargo, es finita, del tamaño del universo geográfico y humano con el que se comunica, ese que le permite expresarse en la justa medida de su finitud. Porque al igual que el lenguaje del amor es propio de los enamorados, el íntimo pulso de una lengua es parte del íntimo sentir de aquellas gentes que siente en ella y en ella expresan sus sentimientos. Hablo de esos para los cuales la lengua cabe sin esfuerzo en sus bocas, aun cuando nace poderosa en sus almas. De esos que no la necesitan para ser distintos, sino para ser. Que no la buscan para ignorar a los demás, sino para hacer de los demás partícipes de un entendimiento vital, capaz de definirlos sin otro esfuerzo que el que exige hablar. Hablar, digo, cuando hay algo que decir, y, también, cuando se dice por el simple placer de jugar con ella. Quienes han visitado Galicia y han entrado en una taberna darán fe de ese hermoso juego de palabras que van tejiendo sobreentendidos hasta completar un discurso recóndito, en el que la elocuencia cede espacio al vertiginoso decir de aquellos que saben de qué hablan sin hablar de ello.
 

Las lenguas no son voraces, ni expansionistas, tampoco excluyentes, son, por el contrario, generosas e inclusivas, porque no tienen otra ambición que el entendimiento, ni otro fin que el de hermanar.

Lenguas y miserables

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