La relación entre la forma y la justicia es muy estrecha. En efecto, la forma está ordenada y se explica en función de la realización de la justicia, siendo dicha relación la de medio y fin. Tal punto de partida trae su causa de la teoría hilemórfica de Aristóteles que tanto influyó en la matriz greco-romano-germánica de la que trae causa el pensamiento y la cultura jurídica occidental todavía hoy, afortunadamente, vigente en tantas latitudes.
En este sentido, los valores, los valores superiores del Ordenamiento jurídico, se expresan y materializan, como bien sabemos, en los principios generales del Derecho, que son el aroma en el que se mueven las normas, o, también, como atinadamente se ha señalado, el oxígeno que respiran unas normas jurídicas, que lejos de una perspectiva inmanentista, se abren y necesitan de esos principios para realizarse en el Estado de Derecho. Es decir, el Derecho es previo a la ley, que, para ser coherente y congruente en un Estado de Derecho, debe ajustarse, y fundarse, en el compromiso con la justicia y, como instancia superior, con el compromiso con la defensa, protección y promoción de la dignidad humana y los derechos de ella dimanantes.
En un Estado de Derecho, los valores superiores del ordenamiento, se encuentran positivizados ordinariamente en la Constitución, que se convierte en la Normas de las Normas en la medida que las dota de esa sabia nueva que les da vida y sentido porque precisamente se interpretan conforme a los valores constitucionales, que son los valores propios, ahora del Estado social y democrático de Derecho.
En efecto, los valores y principios conforman la sustancia constitucional en la que habitan los parámetros propios del Estado social y democrático de Derecho. Donde reside el espíritu constitucional, el centro de donde procede el dinamismo y las virtualidades de la Constitución, es en ese conjunto de valores, recogidos tanto en el preámbulo como en el articulado, que dan sentido a todo el texto constitucional y que deben impregnar el régimen jurídico y el orden social colectivo. Es decir, en esos valores las formas jurídicas encuentran su sentido y su justificación.
En el preámbulo constitucional de la Carta magna de 1978 se señalan, en primer lugar, la justicia, la libertad y la seguridad como los tres valores constitucionales más importantes. En la idea de justicia late la convicción de que hay algo debido al hombre, a cada hombre. Por encima de consideraciones sociológicas o históricas, más allá de valoraciones económicas o de utilidad, el hombre, el ciudadano, cada vecino, se yergue ante el Estado, ante cualquier poder, con un carácter absoluto: esta mujer, este hombre, son lo inviolable; el poder, la ley, el Estado democrático, se derrumbarían si la dignidad de la persona no fuere respetada.
En la preeminencia de la libertad se está expresando la dignidad del hombre, de la mujer, constructores de su propia existencia personal solidaria. Y finalmente, la seguridad, como condición para un orden de justicia y para el desarrollo de la libertad, y que cuando se encuentra en equilibrio dinámico con ellas, produce el fruto apetecido de la paz.
El segundo de los principios señalados en el preámbulo constitucional, siguiendo una vieja tradición del primer constitucionalismo del siglo diecinueve –una tradición cargada de profundo significado-, es el principio de legalidad o juridicidad. Mejor principio de juridicidad porque el poder público se somete a la Ley, y al Derecho. La ley es, debiera ser, hoy ya no lo es, la expresión del mayor rango normativo de la justicia que debiera presidir todas las relaciones sociales entre los seres humanos. El principio de legalidad no significa otra cosa que respeto a la Ley y al Derecho, respeto al proceso de su emanación democrática, y sometimiento a la Ley y al Derecho, respeto a su mandato, que es el del pueblo.
En virtud del principio de juridicidad, el Estado de Derecho sustituye definitivamente a un modo arbitrario de entender el poder. El ejercicio de los poderes públicos debe realizarse en el marco de las leyes y del Derecho. Todos, ciudadanos y poderes públicos, están sujetos –así lo explicita el artículo 9 de la Carta Magna- a la Constitución y al resto del Ordenamiento jurídico. Por eso, el imperio de la Ley supone la lealtad constitucional e institucional, concepto central del Estado de Derecho que hoy también debemos recordar. El principio de juridicidad tiene una profunda significación porque desde la llegada del Estado de Derecho el poder público, y por ello la Administración pública, han de caminar en el marco de la ley del derecho, de forma y manera que la subjetividad reinante en el Antiguo Régimen, se sustituye ahora por la objetividad y racionalidad desde las que la ley y el reglamento, en el marco del Derecho, operan para el mejor servicio a los intereses generales.
No podía ser de otra manera: la justicia, la libertad y la paz son los principios supremos que deben impregnar y orientar nuestro Ordenamiento jurídico y político. Respetar la ley y el derecho, la ley democrática, emanada del pueblo y establecida para hacer realidad aquellos grandes principios, es respetar la dignidad de las personas, los derechos inviolables que les son inherentes, el libre y solidario desarrollo de sus existencias personales y en sociedad.
El Estado de Derecho, el principio de legalidad así entendido, el imperio de la ley como expresión de la mayor justicia posible, deben, pues, enmarcarse en el contexto de otros principios superiores que le dan sentido, que le proporcionan su adecuado alcance constitucional. No hacerlo así supondría caer en una interpretación mecánica y ordenancista del sistema jurídico y político, privando a la ley de su capacidad promotora de la dignidad del ciudadano. Y una ley que en su aplicación no respetara ni promoviera efectivamente la condición humana –en todas sus dimensiones- de cada ciudadano, sería una norma desprovista de su principal valor.
La interpretación de las normas, que sigue la regla de la conformidad a la Constitución, se explica precisamente por el conjunto de principios que están establecidos, directa o indirectamente, en la Carta Magna. Es decir, la interpretación finalista es básica para entender el significado de las formas en el Derecho, también, por supuesto, en el Derecho Administrativo, donde la letra de la norma solo tiene sentido en la medida que se ordena y orienta a la defensa, protección y promoción de los derechos fundamentales de los ciudadanos.