España alcanzó ya lo que en química llaman “el punto de saturación” en degradación institucional que culmina, por ahora, con la imputación del fiscal general del Estado por el Tribunal Supremo (TS) que ha encontrado indicios de ilegalidad en su actuación.
Es este un hecho insólito en la democracia española que en los casi cincuenta años transcurridos desde la aprobación de la Constitución nunca tuvo tan alta magistratura investigada por la justicia, en este caso por la filtración de datos de un ciudadano particular que, ¡oh casualidad!, es la pareja de la presidenta de Madrid a la que el presidente del Gobierno tiene una aversión especial.
Tan grave como la imputación del fiscal es su negativa a dimitir alegando que “protege mejor la Fiscalía” permaneciendo en el cargo, lo que indigna a la mayoría de fiscales -le apoyan sus afines y los que le deben su nombramiento-, que piden su dimisión para preservar la dignidad de la Institución.
Pero más grave aún que la imputación y la negativa a dimitir es la defensa grosera del fiscal que hacen el presidente y los ministros, también el de Justicia, que sostienen que “cumplió con su obligación y es víctima de una cacería”. Que el Gobierno de España cuestione y desacredite el auto tomado por unanimidad por seis magistrados del TS, de distintas sensibilidades, es un escándalo que supera todos los límites imaginables en un Estado de derecho y ofende la inteligencia de los demócratas.
Lo dicho por el señor Bolaños es una acusación de prevaricación a esos magistrados, tercer poder del Estado, y eso es propio del modelo de democracias iliberales o autocracias, como Venezuela, pero no puede tener cabida en la democracia española. Estamos ante un deterioro institucional sin precedentes.
Otra deriva de los presuntos casos de corrupción y de este episodio del fiscal es el daño reputacional para España y la democracia. Hace dos semana The Economist acusaba al presidente del Gobierno de permanecer en el cargo a costa de la democracia española y la semana pasada Bloomberg, un referente en información económica y política, publicaba que “el presidente español se enfrenta al mayor escándalo de corrupción de sus seis años en Moncloa…, las acusaciones de corrupción en su círculo íntimo le ponen contra las cuerdas”.
Presiento que dirigentes demócratas como el presidente Macron, el canciller Scholz, la primera ministra Meloni, el polaco Donald Tusk demás políticos europeos también alucinan con tantos episodios corruptos en los aledaños del poder en España.
El proceso de degradación democrática e institucional que alcanza su apogeo ahora con este episodio del fiscal general es una nueva señal que indica el corrimiento de la democracia española hacia el modelo de autocracias como la venezolana que tanto admira la izquierda y ve con complacencia el Gobierno. Es para echarse a temblar.