La relación entre Ética y Política es un problema intelectual de primer orden, de gran calado. Desde los inicios mismos del pensamiento filosófico y a lo largo de toda la historia en Occidente ha sido abordado por tratadistas de gran talla, desde las perspectivas más diversas y con conclusiones bien dispares. Y por mucho que se haya pretendido traducir algunas de ellas en formulaciones políticas concretas, la experiencia histórica ha demostrado sobradamente que ninguna puede tomarse como una solución definitiva de tan difícil cuestión.
Sin pretender entrar en el fondo de la afirmación podemos decir que el objetivo que toda persona debe perseguir es el bien y que esa es también la finalidad de la vida política. Una afirmación de apariencia tan genérica tiene implicaciones de orden ético y político notorias. No pretendo desvelarlas, sino tan sólo subrayar que, en una sociedad democrática, liberal, ninguna idea de bien puede ser impuesta a nadie. La resolución de este problema, se haga desde presupuestos materiales o formales, es asunto que cada uno debe resolver personalmente, y por nadie podemos ser sustituidos en esa tarea. ¿Significa eso que nada podemos decir sobre el bien social, sobre el ordenamiento, la estructuración social y política que debe articular nuestra sociedad? No, en absoluto. Tenemos una concepción del ser humano que, en algunas de sus líneas matrices, es coincidente para la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos, aún cuando en su fundamentación puedan ser discrepantes. Sobre esa base, sobre ese suelo firme de nuestra común concepción del ser humano (que se explicita de algún modo en la declaración de los derechos humanos), es sobre lo que puede asentarse la construcción de nuestro edificio democrático. El centro de la acción política es la persona. La persona, el individuo humano, no puede ser entendida como un sujeto pasivo, inerme, puro receptor, destinatario inerte de las decisiones políticas. Definir a la persona como centro de la acción política significa no sólo, ni principalmente, calificarla como centro de atención, sino, sobre todo, considerarla el protagonista por excelencia de la vida política. No obstante, afirmar el protagonismo de la persona no quiere decir darle a cada individuo un papel absoluto, ni supone propugnar un desplazamiento del protagonismo ineludible y propio de los gestores democráticos de la cosa pública. Afirmar el protagonismo del individuo, de la persona, es poner el acento en su libertad, en su participación en los asuntos públicos, y en la solidaridad. Se ha dicho que el progreso de la humanidad puede expresarse como una larga marcha hacia cotas cada vez más elevadas de libertad. Aunque el camino ha sido muy sinuoso, tal vez demasiado, y los tropiezos frecuentes, y a veces muy graves, hoy lo constatamos especialmente, podemos admitir como principio que así ha sido. De modo que el camino del progreso es un camino hacia la libertad. Desde un punto de vista moral entendemos que la libertad, la capacidad de elección, limitada, pero real, del hombre es consustancial a su propia condición, y por tanto inseparable del ser mismo del hombre y plenamente realizable en el proyecto personal de cualquier ser humano de cualquier época. Pero desde un punto de vista social y político, es indudable un efectivo progreso en nuestra concepción de lo que significa la libertad real de los ciudadanos.
Sin embargo, en el orden político, se ha entendido en muchas ocasiones la libertad como libertad formal. Siendo así que sin libertades formales difícilmente podemos imaginar una sociedad libre y justa, también es verdad que es perfectamente imaginable una sociedad formalmente libre, pero sometida de hecho al dictado de los poderosos, vestidos con los ropajes más variopintos del folklore político. Hoy, más que nunca la versión formal de la libertad, de la democracia, del poder, reclama de nuevo la perspectiva ética, una perspectiva anclada en la dignidad de la persona. Una perspectiva en la que las personas se comporten, sobre todo quienes ejercen el poder, o están cerca del mismo, con ejemplaridad, con estándares éticos exigentes.