Un conocido aseguraba el otro día que Pedro Sánchez es el político más denostado de este país, tanto desde ciertos medios como desde la oposición, al que contribuyen también algunos de la vieja guardia de su propio partido.
En cualquier caso, el presidente del Gobierno en funciones parece tomárselo con filosofía, ignorando o no respondiendo a los que lo atacan. Hay quién dice que lo hace para enfurecer todavía más a sus contrarios y así ganar más voluntades y simpatías.
Es cierto que encaja bien los golpes. En una ocasión José Bono lo definió como un “animal político”. Y algo de eso hay. No olvidemos que ha sobrevivido a muchas batallas, algunas muy duras dentro de su partido. Lo que demuestra poseer una rara habilidad para controlar el escenario y los tiempos, muy importantes para sobrevivir en política.
También es cierto que los que tiene enfrente no están a la altura. Al usar la misma cantinela día tras día, diciendo que Sánchez no es confiable, están cayendo en el mismo cepo que le tendieron a él, dado que la credibilidad de los tramperos tampoco está para tirar cohetes.
Pero no es nuestra intención analizar aquí el perfil político o psicológico de Sánchez, ni tampoco el de la oposición, ni siquiera hablar de la historia de un partido que cuenta con 144 años de historia.
Lo que pretendemos es desandar el camino hasta llegar al Congreso de Suresnes en 1974, por considerar que allí está la clave de lo que iba a ser el futuro del partido.
Aunque antes es necesario decir que el PSOE, con sus luces y sus sombras, dependiendo del cristal con que se mire, es un partido que tuvo y sigue teniendo un peso decisivo en la política y la historia de este país. Otra cosa muy distinta es estar de acuerdo con alguno de sus liderazgos y alguna de sus políticas.
Dicho esto, lo ocurrido en la localidad francesa de Suresnes marca un antes y un después. Aquella reunión, la decimotercera en el exilio, supuso un punto de inflexión para el futuro del partido y del país.
Allí los militantes del interior, liderados por un joven desconocido, Felipe González, impusieron su agenda a los exiliados, que eran los que reclamaban la autoridad moral, ideológica y política en el partido.
Aun así, los del exilio fueron barridos por aquel desconocido vestido de “proletario”, chaqueta de pana y camisa de cuadros, ¡irreconocible hoy!, y que desembarcaba en la reunión apadrinado por la socialdemocracia alemana.
Algunos opinan que lo de Suresnes fue un golpe de estado interno. Sin embargo, la realidad fue que el grupo “felipista” se hizo con el poder, cambiando la orientación política e ideológica del partido.
Corría el año 1979 cuando el nuevo jefe decide abolir el marxismo de los estatutos fundacionales del partido, provocando así tensiones internas. Lo hizo haciendo un juego teatral, es decir, presentando una “dimisión” sin dimitir, muy calculada, con el objeto de hacer valer su voluntad. Y la de los alemanes.
Lo cierto es que los astros estaban de su parte, como diría una astróloga, porque al finalizar la transición el país estaba pasando por un período muy inestable tanto en lo económico como en lo social. Atentados, huelgas, amenazas de golpe militar eran parte del acontecer nacional.
A partir de 1982, año que en los socialistas arrasan electoralmente y llegan al poder, las cosas empezaron a calmarse.
Entre las medidas tomadas está la subida del salario a los militares; una manera de frenar el golpismo.
Después vendrían reformas económicas y sociales. Medidas que, todo hay que decirlo, ni siquiera eran socialdemócratas, o al menos lo eran en menor medida que las que aplicaban los socialistas germanos.
Lo curioso es que en la medida que aquel gobierno “progresista” entretenía la parroquia con un relato de izquierdas, ponía en marcha la venta de las empresas públicas so pretexto de que no eran rentables ni competitivas.
En ese sentido el espíritu de Suresnes sigue vivo. Tanto es así que hoy está ocupando el espacio que le debería pertenecer a una derecha moderna, si la hubiera, dialogante, al estilo de la CDU de Ángela Merkel, que nunca planteó privatizar la enseñanza, la salud o las pensiones. Al menos por ahora.