Puede que envejecer sea un asunto ineludible e irreversible, pero no necesariamente negativo. Todo tiene sus anversos y reversos. Lo significativo está en que nosotros no acortemos el entusiasmo existencial, crucificándonos a diario y olvidemos vivir, hacer familia y renovarnos. Para empezar, somos seres vivos, y como tales, necesitamos alentarnos y alimentarnos de anhelos, para poder rejuvenecernos cada día. Ciertamente, con cada amanecer despertamos, sabiendo que lo mejor está aún por llegar.
Lo importante radica en no desfallecer, en reinventarse como sociedad para todas las edades, con la esperanza de que unidos, mejoraremos la visión del ciclo vital y las correspondencias entre generaciones. Desde luego, con una duración más larga deben acrecentarse las posibilidades, ya no sólo para las personas mayores y sus hogares, sino también para la humanidad en su conjunto. Somos ciudadanos del mundo, con un fondo de humanidad que está internamente en todos, lo que hace que nada pueda resultarnos extraño.
Es evidente que hay que superar los estereotipos sociales, no marginar a nadie y aprender a convivir complementándose unos con otros, como agentes de proyectos compartidos. De ahí, la influencia formativa centrada en el ser, que es lo que verdaderamente nos hace apreciar la savia en todas sus fases, tanto abriéndonos a las posibilidades como poniendo límites. Al fin y al cabo, lo trascendente está en compartir, en cooperar y en colaborar en el hacer, para que nadie se sienta una carga inútil y, lo que es peor, llegue a desear y pedir la muerte.
Resulta público y notorio, observar que nada nos envejece con más rapidez que el pensar incesantemente en que nos llega el ocaso; y, con ello, la pérdida del esplendor. Pues no debe ser así. A veces, olvidamos para desgracia nuestra, que los andares se cuentan por sonrisas, no por apenados pasos.