¡Un abrazo, Pica, hasta siempre!

El azar quiso que compartiésemos habitación en aquella pensión compostelana de la calle San Pedro de Mezonzo, a partir del segundo trimestre del curso académico 1971-72. Tú tenías veinte años y yo dieciséis, pero la diferencia de edad no impidió que pronto empatizásemos. Venías de un instituto laboral de Ourense para cursar Medicina en Santiago. Tus orígenes humildes en Pazo de Coiras, Piñor —una aldea compuesta por apenas cuatro casas—, no te permitieron acceder a los estudios primarios hasta los doce años. Durante la carrera de Medicina, siempre te vi obsesionado por no perder aquella casi inaccesible Beca-Salario que te abrió las puertas a tu vocación médica.


Aunque tu nombre y apellidos fueron José Pedrouzo Bardelas, todos te conocíamos por el sobrenombre de Pica —nunca llegué a saber el porqué de tal apelativo—.


La habitación era interior, daba a un patio de luces, y estaba presidida por una calavera humana que yo te había regalado, y que reposaba “sonriente” sobre la mesilla de noche que separaba ambas camas. En la mesa de estudio, un flexo que alumbraba sin cesar, día y noche, proyectaba su luz sobre tu rostro poblado de una tupida barba negra, dándote el aspecto de un auténtico jeque árabe. Al lado de la lámpara, nunca faltaba un paquete de tabaco Celtas Cortos, cerillas y un enorme cenicero repleto de colillas.


Acostado en mi cama, con los dedos de las manos entrelazados detrás de la nuca, te observaba como a un estudiante infatigable. Jamás vi a nadie que se introdujese, como tú, entre pecho y espalda, los cuatro abultados volúmenes de “Anatomía humana” de Testut y Latarjet. Enlazabas un cigarro con otro; el humo se introducía entre los rizos de tu cabello cual niebla otoñal en un campo de maíz, expandiéndose e inundando todo el habitáculo, hasta volver el aire irrespirable. Al mismo tiempo, te balanceabas hacia adelante y hacia atrás, sentado en tu silla, frotando reiteradamente con las palmas de las manos el tejido de tu pantalón vaquero a la altura de los muslos, mientras de tu boca brotaba un incesante susurro que hablaba de orígenes, inserciones e inervaciones musculares, o repetías machaconamente los doce pares de nervios craneales y demás estructuras anatómicas.


Observarte en tu rutina diaria era como experimentar el Día de la Marmota. Al final, tus excelentes notas en la facultad recompensaban siempre aquel esfuerzo titánico que ni el afamado anatómico belga Andrés Vesalio habría podido igualar.


Hoy, como todos los días, me desperté muy temprano y cogí el móvil para desayunar periodísticamente. Me quedé sin respiración cuando saltó a mis ojos la noticia de tu repentino fallecimiento. La parca —tu compañera de fatigas en la profesión forense, a la que tantos años te dedicaste escudriñando con el escoplo, el martillo y el escalpelo, hurgando en los ocultos secretos de los cuerpos segados por la Dama Negra— no te ha dado tregua. Ya sabes cómo se las gasta esta señora: llega, como casi siempre, en silencio y sin avisar. Y para más inri, haciéndote la puñeta dos días antes del merecido homenaje que tus compañeros del Colegio Médico de A Coruña te tenían preparado como colofón a toda una vida profesional al servicio de la Medicina.


Un reconocimiento de esta índole se agradece en el alma, pero, dadas las circunstancias, me atrevo a decirte que lo más importante para un médico es haber cumplido con el juramento hipocrático y haber dejado una huella indeleble de humanidad en el ejercicio de la profesión. Tú, gracias a tu valía profesional y a la sencillez que cultivaste en el rural gallego donde te criaste, encarnaste con brillantez esas dos virtudes.


Cientos de trabajadores de los astilleros de la comarca de Ferrolterra —y de toda España— te están agradecidos por tus pioneros esfuerzos investigadores orientados al diagnóstico de la asbestosis y a su erradicación.


Parece que fue ayer, en aquella pensión compostelana, cuando iniciábamos el camino que nos conduciría a formarnos profesionalmente en la facultad. Pero han pasado ya cincuenta y cuatro años. Nacer y morir son las dos caras de la vida: un ciclo que todos, en un momento u otro, irremediablemente debemos cumplir.


Amigo Pica, vete en paz, con la certeza del sacro deber médico cumplido. ¡Un abrazo, Pica, hasta siempre!

¡Un abrazo, Pica, hasta siempre!

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