Siempre supuse que al hijo le pasaba algo. A lo mejor no mucho, nada demasiado importante, nada que llegase a considerarse un problema médico, pero se veía, se notaba en la expresión, en los movimientos y en el propio hecho de estar, a su edad —yo creo que es mayor que yo—, siempre con su padre, que algo no era normal.
Iban los dos solos. Los veía a menudo por el centro, caminando y hablando, aparentemente con calma, mientras miraban todo. Se parecían mucho: más grueso el padre, el hijo más bien delgado, pero los dos medio calvos, morenos de pelo y pálidos. Paseaban tranquilamente, charlando.
Muchas veces me pregunté si estarían bien, si serían más o menos felices. Moderadamente felices, al menos —o no, no moderadamente, sino felices a secas: al fin y al cabo, eso de la felicidad es tan particular que nadie es capaz de asegurar, desde fuera, si algo lo impide o no—. Y pensaba sobre todo en el padre, que, en cambio, nunca me dio la impresión de tener ningún problema. Me preguntaba qué pensaría y sentiría él. Tuvo que haber una madre, pero debía de faltar desde hacía mucho.
“Hace unos años, no sé cuántos, pero más de los que creo, el padre murió. No lo oí, nunca tuve ninguna confirmación, pero no hizo falta: el hijo empezó a caminar solo. Y así sigue todavía”
Yo daba por hecho que lo de su hijo, eso que no sé si llegaba a enfermedad, pero que algo era, para él sería una desgracia innegable. E imaginaba, con pena, su preocupación por su futuro, por lo que sería del chaval cuando se quedase —si todo seguía su orden natural— solo. Cuánto pensaría en ello, cuánto se preocuparía y con cuánta tristeza se lo imaginaría cuando él ya no estuviese. Con cuánta tristeza.
Pero, al mismo tiempo, no podía evitar pensar que una parte de aquel hombre podría, a veces, y aunque parezca mentira, llegar a sentirse afortunado. Afortunado pese a todo, por poder pasar tanto tiempo, por poder compartir tanto, por poder hablar tanto con su hijo. Que habría momentos, en medio de esos largos paseos diarios, en los que a lo mejor se olvidaba del futuro, de ese escenario angustioso, y lograba disfrutar de tenerlo a su lado, de estar juntos —porque, además, ni una sola vez me pareció que no estuviesen a gusto, sin aquel gesto tranquilo y una medio sonrisa—. Que a lo mejor había momentos en los que el hombre, que estoy seguro de que no era ni egoísta ni irresponsable, no daba las gracias, porque eso no podía ser, porque cómo iba a estar agradecido, pero sentía algo que se le aproximaba. Que una parte de él, a pesar de todo, a veces se alegraba de poder tenerlo siempre a su lado.
Luego no, claro, estoy seguro de que luego, y sobre todo al apagar la luz de noche, de último, ya los dos solos en casa, se dormiría preguntándose qué iba a ser de su chaval. Cada día.
Hace unos años, no sé cuántos, pero más de los que creo, el padre murió. No lo oí, nunca tuve ninguna confirmación, pero no hizo falta: el hijo empezó a caminar solo. Y así sigue.
Lo veo mucho, andando desgarbado, como antes o quizá más, porque ahora va un poco más apurado. Cuando paseaba con su padre iba más despacio, entre la charla y que el señor no podría, ni querría, darse prisa —de hecho, querría cualquier cosa menos darse prisa, querría, más que nada en el mundo, que todo fuese despacio, que nada avanzara demasiado—. Y ahora va solo, claro. Lo veo con frecuencia, desgarbado, ya digo, como un poco echado hacia delante, a veces llevando una bolsa del súper y mirando mucho alrededor, sobre todo a la gente. Suele llevar sudadera o, si hace más frío, un chaquetón de esos que recuerdan a los plumas.
Si lo observo al pasar, en alguna ocasión me sostiene un segundo la mirada, pero enseguida la aparta. Con desconfianza, me da la impresión. Pero no la de quien ve enemigos, la de quien tiene miedo, sino más bien la barrera que da por sentada el que se sabe diferente y no considera posible que alguien, un desconocido, vaya a hablar con él —aunque no me faltan ganas de intentarlo—. Y sigue, con suspiernas arqueadas. Ya no habla, por supuesto. Ni lo he vuelto a ver nunca con nadie.
Y supongo que sigue volviendo a la misma casa, ahora vacía. Y me pregunto qué hará, qué pensará todo el día, qué pensará allí y qué pensará al recorrer la ciudad. Si mentalmente le irá comentando las obras, los cambios, cosas de la gente que se cruza o el tiempo que hace a su padre. Si seguirá hablándole como siempre.
Me gustaría, me gustaría muchísimo, poder decirle a aquel señor que no se preocupe, que su hijo está bien. Me gustaría haber podido decírselo entonces, hace años: que estuviese tranquilo, que no iba a pasar nada. Que va bien vestido, que tiene buen aspecto, que come, que se apaña bien en la casa. Que es verdad que está un poco solo, pero no está mal.
Y que, eso sí, no hay ningún padre —estoy convencido, y no sé si me alegra o me entristece— al que echen tanto de menos como a él.