Hay un vídeo, circulando por Tik Tok, Youtube y similares, francamente espectacular. En él se ve a un Tom Cruise pelilargo, tan sonriente como siempre, explicándole al público cómo pudo realizar el stunt (escena de acción de gran riesgo) con el que llevaba soñando un par de décadas: una acrobacia con dos biplanos de los de la Primera Guerra Mundial, del estilo Barón Rojo, en el que, atado con unos cables al avión en cuestión, realizaba una serie de maniobras a más de 180 kilómetros por hora. Completamente real. Con seis minutos de tiempo para hacerlo antes de desfallecer por la carencia de oxígeno y la fuerza muscular invertida. Filmado desde mil y un ángulos porque aquello, evidentemente, por mucho Cruise que un Tom sea, no podía repetirse.
Es la secuencia con la que se cierra Misión Imposible. Sentencia Final, la (¿)última(?) aventura de Ethan Hunt, el otro gran espía del cine que, al contrario que James Bond, nunca ha cambiado de rostro desde hace un par de décadas. Porque el rostro que viste es el del actor más popular de todos los tiempos en cuanto a cine de palomitas se refiere: el inefable (y, además, extraordinario intérprete, Tom Cruise).
A Cruise se lo ve, también, igualmente pelilargo, en el arranque de la cinta. Se dirige directamente, de tú a tú, al espectador. Le promete, con lo que parece un genuino amor, que todo el mundo se ha partido la espalda para lograr que esta Misión Imposible sea la más espectacular e inolvidable de todas.
No lo es. Pero lo intenta.
Hablemos de “el problema”.
El problema es que Thomas Cruise Mapother IV nació en Siracusa, Nueva York, el 3 de julio de 1962. Tiene 63 años. Y aunque es un atleta extraordinario, un stuntman extraordinario y un intérprete extraordinario, pues... Los años no pasan en balde.
Me di cuenta, más o menos, cuando llevábamos una hora larga de las (excesivas) dos horas y cincuenta minutos que dura la cinta. Que es buena; que quede bien claro; excelente cinta de acción que tuvo a mi hijo en vilo aunque era un día por semana y frisaban las 00.40 de la noche cuando salimos de la sala. Pero algo me zumbaba en ese sexto sentido cinéfilo que todos los críticos que llevamos décadas en el negocio, desarrollamos.
¿Qué pasa con los tiros, Tom? ¿Qué pasa con las carreras, persecuciones, set-piécès alucinantes? ¿Qué pasa con la acción trepidante? Por qué... ¿Por qué se habla tanto en esta entrega, Tom?
Más de dos horas de la cinta que vemos está carente de acción real. Era algo que pasaba más desapercibido en la anterior entrega, tal vez porque había más escenarios y porque no faltaban tiros en ellos (aunque ya escaseaban las carreras y coreografías). Pero que en esta se hace evidente. Ante las canas de Tom, y el paso indeleble, cruel, del tiempo, hay que dejar que gran parte de la intriga suceda como en el cine previo a las cabriolas mágicas inventadas por Spielberg y Lucas. Que suceda en diálogos, con gente muy seria hablando de cosas terribles y temibles que apenas sí vemos.
Hagan el ejercicio de ver cuántos momentos de pausa real en el ritmo (que los hay; pero cuenten, cuenten) pueden hallar en la obra maestra de De Palma, la primera, y ya no digamos en la también asombrosa segunda parte, la de John Woo, menos seria, pero tal vez la más extraordinaria y única de la saga, durante dos horas (hora menos en Canarias) de metraje. Verán que muy, muy pocas. La película está moviéndose continuamente entre momentos memorables (el puente de Praga, la lista Noc, el tren) que se suceden sin cesar.
Sentencia Final tiene dos grandes set-piécès; los aviones de los que hablábamos y una en solitario (y muy larga, aunque francamente bien filmada) que es muy poco movida, hasta el final, porque se trata de ver bucear a Tom en un detalladísimo submarino nuclear, más una escena de tensión en el ambiente a lo Alien o Abyss que de verdadera acción.
Porque los años no pasan en balde. Y ni siquiera alguien tan listo como Thomas Cruise Mapother IV para hacernos creer lo contrario tienen crédito infinito. ¿Lo bueno? Que, probablemente, ahora volvamos a ver más al Tom Cruise de Magnolia. A ese monstruoso actor de la emoción, a esa pura rabia adulta y a la vez pura magia infantil, que puede conmovernos sin necesidad de pegar un tiro al aire.