Ayer, sentados en una terraza, seguimos con curiosidad y admiración una escena que, en principio, parecía cotidiana. Unos padres le estaban dando la merienda a su hijo —Iago, según pudimos oír—, que tendría sobre unos seis años. Cuando acabó el bocadillo, la mamá sacó unas ciruelas y le dijo: “Mira, son de la huerta de abuela”. El niño le dio un bocado a la primera y cuando la miró, vio que salía un gusanito. Lejos de hacerle ascos, preguntó a sus padres por qué estaba allí, si aquella era su casa y todo lo que se le ocurrió. Los papás le contestaron que la abuela no usaba pesticidas y por eso estaba allí el gusanito, etc., etc. Iago no necesitó ni tablet, ni móvil, ni tele, ni ningún otro entretenimiento. Se pasó todo el tiempo de que fuimos testigos observando al animalito —que entraba y salía de la ciruela mordida por Iago— con mucho interés y mucho respeto. Cuando se levantaron, Iago cogió la ciruela y se llevó a su nuevo amigo, José Luis, para casa. Quería cuidarlo, dijo. Bien por Iago. Y por sus papás.