UN FERROLANO EN PARÍS

Esta novela de Juan Pablo Rodríguez (Ferrol, 1980), que me llega de la mano generosa de José Torregrosa, tiene –por definición– un aire sumamente cosmopolita. La de un hombre tan enamorado, por lo demás, de la literatura que hace de ella pretexto, texto y contexto. Empezando con esa misteriosa “caja” de la que surgirán ayudas para que el libro, cualquier libro, arranque de la mano de un escritor avezado. El primero no otro que Paul Auster, ese autor mucho más ya que “de culto”, que llegó a España dentro de una editorial, Júcar, pequeña y provocadora. Y con tan buen olfato como para publicar “Trilogía de Nueva York” de un autor tan desconocido, entonces. Y así conocí yo a Auster. Con quien Juan Pablo Rodríguez arranca su novela, tan metaliteraria como ciertas vidas, por ejemplo la de los protagonistas del libro del autor ferrolano, licenciado en Historia del Arte, y residente en Roma, Barcelona y París. De su estancia parisina es fruto este tratado de técnicas literarias diversas, implicaciones argumentales varias y, sobre todo, ganas de implicarse en su texto, involucrando en él un grupo bien granado de escritores, igualmente inmersos en la atmósfera de la capital de Francia. De entrada digamos que la sombra de Cortázar es tan alargada que por momentos, en las andanzas de los personajes de Juan Pablo, podemos atisbar esencias de Rayuela, una de las grandes novelas de París. También en la complejidad argumental, en las maneras “pop” que Rodríguez se gasta y en la disposición del asunto, un poco a la manera rayuelana. Por más que uno piense que, en realidad, Juan Pablo Rodríguez es deudor de otro autor argentino, Jorge Luis Borges, en la metafísica de sus asuntos, en la manera que ficción y realidad se funden entregadas. Por ahí un poco los tiros de este autor ferrolano, alistado primero en la Armada, antes de abrirse paso en el mundo del Arte, como teórico y gestor cultural. Quien se nos presenta con un libro bien voluminoso, casi quinientas páginas, bien editado, en Granada (por Dauro), en el que apreciamos voluntad de estilo, que se decía, y muchísimas ganas de contar. De contarnos cosas a los lectores y, también, de figurar en un panorama literario, el español, donde comienza a cansar tanto sota, caballo y rey, entre realismos pasados de moda, novelas negras, historicismos reiteradísimos y, más reciente la cosa, glosa de personajes, de actualidad o no tanto, adobadas con toques de la vida de los autores. Bien; pues estamos ante una novela que no rinde tributo alguno a las modas, sino que se impone por sí misma. Cosa muy de agradecer. Y al tiempo que el autor se chapuza de y en París es capaz, también, de darse un baño intensísimo de literatura. De la grande, en métodos y referencias implícitas. De escritores vivos y muertos, con paseos –igualmente– por los cementerios donde algunos de ellos se encuentran. Y es que, no nos engañemos, París es una ciudad espléndida para vivir, pero también para morir (preguntémoselo a César Vallejo, que incluso predijo su muerte parisina “con aguacero”).
Eso sí, Juan Pablo Rodríguez, tampoco por estar “á la page”, sino por mera inclinación o instinto, suponemos, no resiste a la tentación de encriptar en su novela alusiones relativas a las sociedades secretas. Como la que domina su historia. Estamos, pues, ante un autor respetable, en línea con aquellos que se toman la literatura muy en serio. Y, consecuentemente, a los lectores. A los lectores exigentes, quiero decir, lo que de ninguna manera es un pleonasmo, claro.

 

UN FERROLANO EN PARÍS

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