El Tribunal Supremo ratificó la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que impuso en 2020 un mínimo del 25 % de clases en castellano en los centros de la comunidad y, por tanto, tumba la inmersión lingüística de la Generalitat. Conocido el dictamen del Supremo, el Gobierno catalán dijo que no cumplirá le sentencia. “El catalán en la escuela no se toca”, sentenció el presidente Aragonés.
Es su decisión y allá ellos. No voy a entrar en este comentario en las sucesivas agresiones de la Generalitat al castellano, ni si corresponde obligar a cumplir la sentencia al Gobierno de España del que depende la Inspección del Estado, que se pone de perfil, o al Tribunal de Cataluña. Pero esa rebeldía contra la Justicia, que tiene graves consecuencias educativas, merece unas consideraciones que, por otra parte, son otras tantas obviedades.
Una. Como premisa de partida, es imposible entender el odio de los gobernantes de Cataluña hacia la lengua castellana que hablan 600 millones de personas en el mundo y más de la mitad de los catalanes. Esa inquina no se limita al idioma, se extiende hacia todo lo que suene a España cuyo último ejemplo es el rechazo de la alcaldesa de Barcelona a dedicar una escultura a Don Quijote, el personaje universal que Cervantes llevó a esa ciudad.
Dos. Si se preguntan por qué baja el uso del catalán después de tantos años de inmersión la respuesta está en que ningún idioma, ni siquiera el catalán, se habla por la fuerza de la imposición. Tampoco el castellano se erradica de Cataluña por la fuerza de la persecución. Cuanto mayor sea la presión política, mayor será el rechazo de estudiantes y adultos que hablarán libremente la lengua que quieran.
Tres. Los escolares catalanes de hoy serán los dirigentes de la sociedad del mañana. ¿Con qué derecho les priva la Generalitat del aprendizaje y conocimiento del castellano, la lengua oficial de todos que van a necesitar en su vida profesional y social?
Cuatro. Esta inquina al castellano se explica por la cerrazón del necio-nalismo de los políticos catalanes que “viven mejor contra España y contra el castellano”. Hay que recordarles que, allende los mares, hay millones de personas que se expresan y desarrollan personal y profesionalmente en este idioma. El catalán tampoco es el ombligo del mundo más allá de los Pirineos.
Cinco. No es la primera vez que el Gobierno catalán desobedece a la Justicia, la tercera pata del Estado de Derecho, sin que pase nada. Si ahora ocurre lo mismo, ¿cómo justificará esta insumisión el Gobierno de España, que es el responsable de que se cumplan la legalidad? ¿Tendremos todos el mismo derecho a declararnos insumisos contra la leyes?