Fraude de ley

La democracia es el imperio de la ley que, como ha escrito Javier Cremades, es “un concepto esencial en la relación entre el individuo y el poder público”. Si los que gobiernan se pasan la legalidad por el forro de sus intereses personales o partidistas, su legitimación se diluye o desaparece. Todos debemos respetar el Estado de Derecho y la igualdad de los ciudadanos ante la ley, pero más que nadie, quienes ostentan el poder político en representación de la ciudadanía.


Que el Gobierno catalán proponga crear un fondo de 10 millones de euros para avalar las multas de 5,4 millones impuestas por el Tribunal de Cuentas a los 34 políticos independentistas condenados por malversación de fondos públicos para la promoción exterior del proceso de independencia catalán, además de un artificio financiero, es un fraude de ley porque se usaría dinero público, de los impuestos de todos los catalanes, independentistas o no, lo que constituiría una nueva malversación y porque, además, dejaría casi cinco millones en previsión de futuras -y previsibles- multas por actos ilegales.


Que el Tribunal Constitucional demore sus sentencias hace que, cuando se producen, sean ineficaces y, por lo tanto, inútiles para deshacer una decisión injusta. Es otro fraude de ley porque, además, legitima las decisiones tomadas pese a la ilegalidad. Lo ha sido al anular el nombramiento que llevó a Rosa María Mateo a RTVE -cuatro meses después de que cesara- o con su decisión sobre el estado de alarma o excepción durante la primera ola de la pandemia, cuando estamos en la quinta. Por no hablar de la que sigue pendiente desde hace más de una década sobre la ley del aborto. Y sin dar una explicación.


Gobernar abusando del decreto ley -cuya utilización esta especialmente tasada por la ley- es otro fraude de ley que este Gobierno, y los anteriores, han usado desmedidamente para favorecer sus decisiones y evitar el control parlamentario.


La no renovación del Consejo del Poder Judicial, tres años después de la fecha prevista, e impedido, además, por otra ley para ejercer sus funciones, es inadmisible en un Estado de Derecho. Si PP y PSOE no son capaces de renovarlo, pese a las advertencias reiteradas de Europa de hacerlo y de limitar la dependencia de los partidos políticos, bastaría con que los actuales vocales dimitieran y se fueran a sus casas o que los candidatos a sustituirles retiraran sus candidaturas. Y que los partidos se vieran obligados a abandonar el reparto de cromos y modificar el sistema para ajustarlo al mínimo respeto a la independencia y división de poderes.


Que algunas leyes estén modificando severamente la constitucional presunción de inocencia, partiendo siempre de la veracidad de la declaración de la víctima, y sin dejar al juez la valoración de los indicios, es un fraude de ley.


Designar a ex altos cargos de un partido para puestos en la función pública o en las empresas públicas, remunerados con una altísima generosidad y sin necesidad de demostrar competencia previa, conocimientos y aptitudes para su desempeño es un reiterado fraude de ley.


Hay muchos más casos, pero no hay espacio. Es comprensible el desánimo y el desentendimiento social ante esta forma de ejercer la política, no sólo, pero sobre todo por quienes nos gobiernan. Quienes tienen la obligación de demostrar su ejemplaridad y el respeto absoluto a la legalidad, quienes tienen que demostrar que la democracia funciona, parecen obstinados en convencernos de que hoy la única certeza es la incertidumbre, cuando no la arbitrariedad.

Fraude de ley

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