Los tiempos que corren son tiempos, desgraciadamente, de pensamiento único, de esquemas de confrontación, de enfrentamiento. Pareciera que el pensamiento abierto, plural, dinámico, realista y complementario fuera de otra época. Y, sin embargo, ahora, precisamente ante la forma en que se plantean muchas cuestiones, hemos de reconocer que el pensamiento complementario y compatible es una solución a muchos problemas de este tiempo.
En efecto, frente a una mentalidad positivista que viene despreciando desde hace demasiados años las humanidades y el humanismo, resulta alentador constatar que tal perspectiva está siendo puesta en cuestión. El pretendido conflicto entre las ciencias y las letras, más teórico que real ciertamente, que generó dos saberes antitéticos, hoy parece que debe resolverse desde los postulados del pensamiento complementario y compatible.
Summit y Vermuele, autores de “The two cultures fallacy”, señalan en un artículo publicado recientemente en The Cronicle of Higher Education, que es un tópico artificial suponer que existe una divergencia insalvable entre el saber aplicado de las ciencias y el denominado conocimiento inútil o improductivo de las letras, como se ha denominado deliberadamente el conocimiento propio de las Humanidades. Es necesario, dicen estos profesores, superar este antagonismo interesado para reconocer la necesidad de un diálogo fructífero y enriquecedor.
No se trata de discutir acerca de que saber es de más categoría o disfruta de mayor prestigio académico, sino, desde los postulados del pensamiento complementario, estudiar cómo se pueden unir mejor las ramas del saber para proporcionar, dicen estos profesores, un conocimiento más integrado y articulado a los estudiantes. Porque no es cuestión de discusiones bizantinas sino de pensar en educar mejor a los alumnos.
Tradicionalmente se ha pensado que las ciencias aplicadas facilitaban un saber más técnico que permitía a los estudiantes integrarse perfectamente en la vida activa, mientras que los alumnos de letras eran tachados de dedicarse al disfrute de un conocimiento meramente especulativo y contemplativo. En realidad, tal apreciación no es cierta pues en la primera fase de la Edad media el estudio de la historia, la literatura, la filosofía o la retórica, proporcionaban un saber valioso y contribuían a la mejora y al progreso social, mientras que las ciencias se identificaban con un saber desconectado de la práctica.
Sumit y Vermuele demuestran en su estudio algo que hoy llama la atención: el ámbito que primero se vinculó con la vida activa fue precisamente el de las humanidades, cuya utilidad para el bien común las hizo imprescindible para la formación de los burócratas. En efecto, antes de que surgiera la ciencia como conjunto específico de disciplinas los llamados “studia humanitatis” constituían el modelo del saber útil del que luego se apropió la ciencia.