El titular de Justicia, Rafael Catalá, ha salido seriamente perjudicado del incendio en la fiscalía que no se ha apagado tras la dimisión de Moix. Si ya es difícil permanecer en el cargo, como si no hubiera sucedido nada, tras una reprobación en el Congreso de los Diputados, resulta casi imposible afrontar cualquier proyecto sabiendo que la oposición culpa al Gobierno de algo tan grave como obstrucción a la Justicia en los casos de corrupción que les afectan.
Catalá, que sustituyó al polémico Gallardón, obcecado en cargarse una ley de interrupción del embarazo homologable con la de los socios europeos, fue elegido por su talante pacificador. Dio marcha atrás a las discutidas decisiones de su antecesor, tranquilizó a la magistratura y empezó a preparar el terreno para el duro calvario que se le avecinaba al PP en los tribunales. No se imaginó que el que fuera su colega en la Comisión de subsecretarios en la etapa de Aznar, Ignacio González, iba, años después, a arruinar su carrera. Esa frase, nunca aclarada, captada por la UCO en las intervenciones telefónicas al ex presidente de la Comunidad de Madrid, en la que habla de “llamar a Rafa”, mientras alaba abiertamente al dimitido Moix, hubiera costado el puesto a cualquier ministro en la UE.
Pero no va a ser esta la causa que le cueste el ministerio, si es que Rajoy rompe con la tradición de no hacer cambios. La razón por la que algunos compañeros de gabinete han dejado de defenderle es la imagen de un Gobierno que no respeta la división de poderes cuando las cosas se ponen feas. Eso se hace, faltaría más, hábilmente y sin que se note.
Rajoy, que ha conseguido in extremis aprobar los presupuestos y un cierto pacto de legislatura, no quiere líos que desvíen la mirada de la recuperación económica, lo demás son “chismes”. Pese a que el PP ha acreditado en estos meses de legislatura su habilidad para sortear las propuestas de una oposición incapaz de ponerse de acuerdo, el frente logrado en los escándalos del ministerio de Justicia no va a decaer con la salida de Moix.
La oposición, tumbada la primera trinchera, pide ahora la cabeza del fiscal general del Estado; ese que no vio problema en que Moix tuviera una sociedad patrimonial en Panamá, y que nunca se enteró de nada, pese a que sus subordinados le informaban puntualmente de los avatares de anticorrupción. Si cae Maza detrás irá Catalá. Que, además, no ha sido capaz de evitar que Rajoy tenga que ir a declarar como testigo, de forma presencial, a la sala de vistas del caso Gürtel.
Por otro lado, ni en el Gobierno, ni en el PP, se tiene claro hasta donde llegan los tentáculos del caso Lezo. Si, como ya empiezan a amenazar el hermano de Ignacio González y Edmundo Rodríguez Sobrino, están dispuestos a poner el ventilador sobre la bosta. La cárcel es muy dura y solo la expectativa de salvaguardar el patrimonio escondido en paraísos fiscales mantiene las bocas cerradas.
En el ministerio de Justicia no se ha escrito la última palabra. Sigan atentos a la última frase de su titular: “No sé si soy un lastre o no”.