Una de las cuestiones más importantes de la Ética Política es la relación entre derecho y poder, entre derecho y ética. En efecto, ambos binomios, como es sabido, han provocado ríos y ríos de tinta a muchos sesudos pensadores de todos los tiempos. Ahora también. La propia realidad nos anima a ello. Desde el punto de vista normativista, el derecho incorpora una referencia esencial de coactividad. La fuerza es, en esta orientación, medio y contenido de las normas jurídicas por lo que el derecho se asienta básicamente sobre la realidad del poder. Es más, como sostiene Peces-Barba desde una aproximación positivista, el poder se erige en el fundamento del Derecho. Esta concepción, que encuentra su precedente en Bodino y también, como no, en el mismo Hobbes, tiene, al menos, una consecuencia inquietante: la conversión del derecho en fuerza. En este sentido, el propio Peces-Barba señaló que el derecho es, efectivamente, poder, fuerza, pero racionalizada. O lo que es lo mismo: fuerza autorregulada. Pero, ¿es posible que el derecho sea una norma sobre la fuerza dada por la fuerza misma?, ¿es posible pensar en el derecho como fuerza que se autolimita por si misma y desde si misma?. La idea de racionalidad de la fuerza alude necesariamente a una realidad extrínseca a la del poder que precisamente nos lleva al elemento ético del derecho; a saber, la noción de finalidad. Porque racionalizar el poder será por algo o para algo: racionalidad sin finalidad no parece posible. De ahí que el derecho, la norma jurídica, sea racional y, por tanto, ordenada a un sistema de valores. Si no hay racionalidad, derecho es igual a poder, a fuerza y resultará jurídico, por ejemplo, el nazismo o cualquier fundamentalismo o planteamiento abiertamente opuesto a la dignidad de la persona. Pero más que fuerza racionalizada, el derecho consiste, en esencia, es dar a cada uno lo suyo, lo que se merece, lo que le corresponde. Nada menos.