El movimiento del 15-M sirvió de lanzadera del fenómeno podemita que se venía larvando desde tertulias en cadenas de televisión. Aquel chico de la coleta que apuntaba a estrella de la pequeña pantalla y que ocupaba horas en televisiones desde donde hacía su campaña, consiguió estructurar el cabreo de aquellos tiempos en torno a Podemos, una amalgama de grupos marginales, sin más conexión que el nacimiento prematuro de un líder a cuyo rebufo se apuntaron muchos que vieron como se les facilitaba una nueva forma de vida.
Se presentó Pablo a las elecciones europeas y obtuvo un resultado más que digno, poniendo en marcha de inmediato una operación de calado superior a nivel nacional que fue recibido con los brazos abiertos por las televisiones más críticas con el Gobierno de Rajoy y por muchas personas que desde el sufrimiento que la crisis les provocó, pusieron sus ilusiones en la nueva formación creyendo que las cosas cambiarían con este líder y el grupo de jóvenes que le acompañaba.
No hace tanto tiempo, apenas cuatro años y los podemitas han dilapidado el capital de ilusión que en ellos habían depositado las capas sociales más desfavorecidas. Desde el principio dieron síntomas de oscurantismo en sus procesos internos, con pucherazos en sus elecciones orgánicas y con su financiación vinculada a Maduro y a gobiernos musulmanes nada democráticos. Estas circunstancias mermaron su credibilidad, pero no tanto como para hacer saltar por los aires la operación.
La bomba la tienen dentro. La falta de cohesión de sus dirigentes y sus bases y el liderazgo caudillista de Iglesias, acompañado de la madre de sus futuros hijos, han sido la mecha que hizo saltar la cuenta atrás para la demolición del castillo de arena morado. Han pasado de amenazar de sorpasso al PSOE, con la ayuda de la demoscopia a medida y la más que generosa cobertura mediática, a poner en peligro su existencia por las desavenencias internas.
La gallega Carolina Bescansa ha puesto negro sobre blanco la guerra interna e Iglesias sabe que no está sola. Las Mareas –podemitas también– levantan ampollas en el núcleo duro del partido y aquellas voces entregadas que pedían el cambio en toda España han apagado sus gritos. Podemos se ha quedado en un fiasco que en poco tiempo ha pasado de escalar en las encuestas a despeñarse en las mismas. El único cambio que se produjo es en la forma de vida de aquellos activistas valientes transformados en casta, con sueldos que jamás soñaron y apoltronados en sus escaños. Las pandillas de okupas que se engancharon al movimiento son ahora personas que conducen buenos coches y habitan lujosas viviendas.
Acusaban a los de antes de utilizar el “no sabe quien soy yo” y ahora lo utilizan ellos como la diputada gallega. Acusaban a los de antes de favorecer a sus amigos y ahora lo hacen ellos desde ayuntamientos que compran pisos a sus afiliados de forma irregular. Protestaban por lo que los políticos cobraban, ahora lo cobran ellos y así cientos de ejemplos que podríamos poner. Podemos se autodestruye e Iglesias ya escucha el tictac previo a la explosión. A ellos seguro que sí, pero ¿a los españoles les mereció la pena esto? Pienso que no.