El crecimiento continuo y desmedido del Estado en la economía es el rasgo más característico de la evolución de la economía, de la sociedad y de la política del denominado Estado de Bienestar. El impacto de la crisis económica de 1929 hizo reflexionar a muchos sobre la consistencia del mensaje neoclásico. Al desencanto con el sistema capitalista sucedió el ascenso del socialismo, la actuación de las autoridades económicas para paliar los efectos de las guerras y el advenimiento del paradigma keynesiano, que, de alguna manera, explican el aumento de la intervención del Estado en la economía.
La figura clave de esta ruptura con el modelo anterior fue, como bien sabemos, Keynes. A diferencia de los neoclásicos, Keynes pensaba que el ahorro y la inversión podían situarse en condiciones de equilibrio que no tenían por qué ser las de pleno empleo. Su punto de vista partía del convencimiento de que el mercado no era capaz de garantizar el mantenimiento de un nivel de actividad suficiente que permitiera el pleno empleo de los recursos productivos y de que tampoco existe esa mano invisible que, como por arte de magia, lograba el equilibrio entre las unidades de gasto y las de producción. Con este argumento, Keynes ponía en entredicho la veracidad de uno de los postulados básicos de la economía clásica, que sostenía a capa y espada que toda oferta crea su propia demanda. Por tanto, la incapacidad del mercado, su irracionalidad y su fracaso como instancia absoluta, justificaban la intervención del Estado en la economía con medidas estabilizadoras que elevarían la demanda agregada y que evitarían los vaivenes cíclicos del capitalismo.
Para entender el avance del Estado del bienestar en la postguerra es preciso volver al pensamiento keynesiano, sin el que no hubiera sido posible. En su obra «Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero», Keynes expuso sus ideas acerca del orden económico, que se desarrollaban en tres sentidos. En primer lugar, el Estado debe jugar un papel activo en la economía, a fin de orientar la policía de gasto y, más en concreto, la de inversión. En segundo lugar, censuró el principio neoclásico del presupuesto equilibrado, con lo que la neutralidad de la Hacienda Pública dejaba de tener sentido. Por último, la política salarial y de seguros sociales no originaba siempre inflación y paro, sino que, debidamente coordinada con el resto de la política económica, era capaz de impulsar la producción, de facilitar una distribución más igualitaria de las rentas y de promover el pleno empleo. A ello había necesariamente que añadir un sistema tributario muy progresivo y personalizado.
La realidad, sin embargo, demostró que fiarlo todo del Estado, de la intervención, de los decretos y de los funcionarios, no trajo consigo la prosperidad deseada. Ahora, instalados en una crisis de grandes proporciones, Keynes vuelve a la escena. Y, de nuevo ante nosotros el debate entre la intervención y la libertad. La solución, probablemente, ni viene de la mano del Estado exclusivamente ni de un mercado autorregulado. Más bien, tanta libertad como sea posible y tanta intervención como sea necesaria.