Pactos y plazas

Pacto, ese ha sido el mandato democrático salido de las urnas. Pudimos entregar el poder a una sola idea, a un solo partido, a un solo hombre, sin embargo, temerosos de que la tentación autoritaria y la levedad intelectual de sus naturalezas pudiera poner en jaque nuestra plural visión social, expresada en sus actos de gobierno, elegimos obligarlos a tratar.
Buscamos que aproximen criterios, aúnen voluntades, cedan, concedan e impongan en la sana brega del debate, abocándolos al más grande y hermoso de los actos que adornan la democracia, el de aunar voluntades en las tareas de gobierno.
Lo curioso es que ese magnífico esfuerzo se realice en secreto, como si fuese una vergüenza, como si en verdad ofendiera el espíritu del sistema y de sus defensores. Y lo hacemos porque nos han contado que solo así son posibles los acuerdos. Y nosotros, los que hemos desconfiados de ellos, aplaudimos ese secretismo a la hora de dar forma a nuestra lúcida y transparente interpretación de la realidad. Y en esa incomprensible indolencia entregamos al sacrificio de los peores manejos el más limpio y diáfano de nuestros actos democráticos, y ellos, en pago, se hunden con él en las sucias cloacas de sus intereses personales y de partido, y lejos de pactar, reparten cargos y prebendas en aras de beneficios bastardos.
Pactos, sí, pero en los parlamentos, plenos municipales y plazas públicas, a la vista y oído de todos, porque a todos atañe.

Pactos y plazas

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