Nueva York, cincuenta años después

Regreso de un viaje a Nueva York, que ya había visitado hace cincuenta años. Si entonces llegué por mar, atracando en un muelle del río Hudson, ahora lo hice por vía aérea, un viaje menos atractivo, aguantando las rigurosas y casi insoportables medidas de seguridad de un país obsesionado, tiene razones para ello, por los atentados terroristas.
Desde fines del siglo XIX, más aún con la presencia de la sede de Naciones Unidas, Nueva York se convirtió en la ciudad más influyente del mundo, tanto en asuntos políticos y económicos como en los culturales. La Gran Manzana no nos deja indiferentes: sus calles llenas de vida, su activo comercio, sus teatros y estadios deportivos, sus parques y plazas, sus numerosos rascacielos, sus variados museos y monumentos conforman una ciudad irrepetible y atractiva.
Lo mejor de la ciudad, y del país en general, la memoria patrimonial de su corta historia plasmada  en los numerosos museos y recuerdos históricos repartidos por su geografía. Contrasta este recuerdo de su historia con la vergonzosa ignorancia, que calificaría de prepotente, que tienen de la historia de otros países, singularmente los europeos.       De gran interés es el Museo Naval y Aéreo del río Hudson. Un portaviones, el Intrepid, que participó en dos guerras mundiales; un veterano submarino, el Growler; y un icono de la aviación comercial, un avión Concorde, forman un singular conjunto. Un contraste con la desidia de Ferrol, incapaz de conservar como museo flotante alguna de las fragatas de la Armada destinada al desguace o hundida en las aguas del Atlántico como blanco artillero.
Visité también Filadelfia y Washington, urbes de gran interés histórico. En la primera recorrí los numerosos museos de la ciudad, mientras que en la capital, además de la Casa Blanca, el Capitolio, el Pentágono y el barrio de Georgetown, visité el impresionante cementerio nacional de Arlington donde, entre millares de tumbas de militares norteamericanos muertos en todo el mundo, se alzan los monumentos al Soldado Desconocido, a la familia Kennedy o al acorazado Maine, hundido en La Habana el año 1898, hecho no aclarado y que le costó a España la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico.
Durante mi estancia recordé a dos periodistas ferrolanos que a fines del siglo XIX dirigieron en Nueva York el mismo periódico con dos nombres diferentes. Primero fue Manuel Peña y Cagiao, director de “La Crónica de Nueva York” entre los años 1860 y 1864, relevado por José Ferrer de Couto, que dirigió el mismo periódico con el nombre de “El Cronista” hasta el año 1874. Durante catorce años ambas publicaciones defendieron los intereses de España contra el independentismo cubano, en un ambiente hostil como era el de la ciudad norteamericana.     
En uno de los traslados estuve ojeando una revista de una compañía aérea española, donde aparecía un reportaje sobre Ferrol contratado por entidades oficiales. No es mala idea hacer publicidad de la ciudad, aunque se dejaron fuera del reportaje temas de interés como la Semana Santa o el castillo de San Felipe, mientras se destacaban asuntos tan anodinos, por decirlo de una manera suave, como las Meninas.
Addenda. Desde la Ciudad que Nunca Duerme me enteré que se había celebrado en cierto edificio ilustrado de Ferrol, propiedad de la Armada, la restringida presentación de una publicación multimodal, con más pena (en las formas) que gloria (en el título), sobre un tema tratado por una pléyade de distinguidos historiadores desde Nicolás Fort y Montero Aróstegui. Por cierto, en el aniversario de la batalla de Brión nadie se acercó a recordar esa fecha  en el monumento del baluarte de San Juan.   
De vuelta a la Ciudad Ensimismada, como curioso observador a distancia de la actualidad ferrolana, pude contemplar el espectáculo de la ofrenda al marqués de Amboage, titular de la estatua más sucia de Galicia. La única plaza ferrolana digna tal nombre estaba tomada por el palco festivo de música y las terrazas de cuatro establecimientos hosteleros, en una abusiva y cada vez mayor privatización del espacio público. Además, como incívica muestra ciudadana de falta de respeto, la mayoría de los usuarios de las terrazas no se levantaron durante la interpretación del Himno Gallego.  
jjburgoa@hotmail.com  

 

Nueva York, cincuenta años después

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